Del deslumbramiento de la crítica y los académicos por Roma, la intimista cinta de Alfonso Cuarón producida por Netflix, a los éxitos en distintas latitudes y por diferentes trabajos de Rodrigo Sorogoyen. Del inesperado triunfo en los Globos de Oro de Bohemian Rhapsody, tan celebrada masivamente por el público en la taquilla como atacada por la crítica especializada, al reconocimiento en las nominaciones de los Oscar de la impresionante Cold war, de Pawel Pawlikowski. Del triunfo de la tierna y vitalista Campeones, de Javier Fesser, en los Premios Forqué, que entregan los productores cinematográficos en España, a la victoria de El Reino en los Premios Feroz, los galardones de la crítica en España. La temporada de premios avanza, con su contradicción de origen: el cine no es algo que se pueda comparar ni medir de forma mínima objetiva. Las películas no se pueden poner a competir entre sí, no tiene sentido, no son atletas que disputan por ver quién termina antes un recorrido, ni matemáticos que compiten por resolver en el menor tiempo posible una serie de problemas.
¿Qué sentido tienen entonces los premios? Sabemos que una película no es mejor que otra por tener más nominaciones a un galardón. Somos conscientes de que indiscutibles joyas como la obra maestra Boyhood se quedó sin el Oscar a mejor película, algo que aún lamentamos y lo dice todo de la intrascendencia real de los premios. Y también ha habido premios que resultan difícilmente entendibles a películas que no han despertado la menor emoción. Descartada la opción incorrecta y estéril de seguir los premios dándoles la más mínima importancia, quedan dos posibilidades de enfrentarse a la temporada de galardones cinematográficos: ignorarla por completo o seguirlas para disfrutar como se disfruta de algo que no sirve para nada, en efecto, pero que entretiene mucho. Se da esa paradoja de cada año: importante, lo que se dice importante, no es. Pero divierte. No es trascendente, no es un juicio inapelable sobre la calidad de las cintas estrenadas un año, pero permiten pasar un buen rato. Las ceremonias de premios son un género audiovisual en sí mismo. Todo es muy falso e impostado, sí, hay tópicos que se repiten infatigablemente año tras año, pero mantienen intacto su atractivo. No porque esperemos que los académicos nos digan qué películas valen la pena y cuáles no, por supuesto. Simplemente, porque los premios cinematográficos nos atraen. No sabemos por qué, pero es así.
El ritmo de los Goya, por ejemplo, es insufrible. Pero cada año nos ilusionamos con la ceremonia, un poco igual que ocurre con Eurovisión y su inagotable capacidad de decepcionar y, un año después, volver a atraer. Este año, además, pinta muy bien la gala, con Andreu Buenafuente y Silvia Abril como maestros de ceremonia en Sevilla. Tampoco es mucho más llevadera la gala de los Oscar, no nos engañemos, pero también despierta mucho interés siempre. Este año, con la novedad, improvisada, de que no contará con presentador como tal. Cada año, por ejemplo, constatamos que los Globos de Oro o los Feroz en España tienen más ritmo y un estilo más desenfadado que sus hermanos mayores, a lo que ayuda mucho que los asistentes coman (y beban) durante la gala, dispuestos en mesas, como en una fiesta de amigos, y no sentados en el auditorio de un teatro.
Pero, más allá del boato algo impostado de los premios y de las frases hechas (antesala de los Oscar, la gran fiesta del cine español...), la temporada de premios siempre deja algo interesante. Sobre todo, ya digo, si asumimos que no importa nada en absoluto, que la calidad de una película no viene determinada por premio alguno. Por ejemplo, será interesante comprobar este año si Roma triunfa en los Oscar y se convierte en la primera película rodada en español en recibir el Oscar a la mejor película. La cinta de Cuarón, además de su innegable belleza, nos ha dejado varios debates de gran interés: uno sobre la distribución de las películas, ya que ha sido producida por Netflix y estrenada a la vez en unas pocas salas, desafiando así el status quo del sector; y otro sobre el español y sus distintas variantes, sobre la necesidad (o no) de subtitular los diálogos de la película para el público de España, que ha seguido de cerca el diario El País.
Y también nos mantendrá entretenidos a los cinéfilos apresurarnos a ir a las salas para intentar ver todas las películas nominadas a los premios de la academia de Hollywood que podamos antes de que se entreguen los premios. Como lo será asistir a los Goya, en la que las nominaciones reflejan, otra vez, la rica diversidad del cine que se hace en España, muy alejado de estereotipos o falsas ideas preconcebidas que aún se tienen sobre él en determinadas partes de la sociedad.
El talento de Rodrigo Sorogoyen está fuera de toda discusión y si recibe el Oscar a mejor corto por Madre seguirá siendo así, igual que si no gana el premio. En todo caso, su presencia como nominado en la ceremonia por este trabajo, del que partirá para rodar un largometraje homónimo, dará un interés mayor a la gala en España. Ganar un Oscar no agrandará el gigantesco talento de Sorogoyen, autor de las muy interesantes Stockholm, Que dios nos perdone y, este año, El Reino, pero sí permitirá que más gente acceda a su trabajo y, probablemente, supondrá un empujón a su distribución internacional. Porque, de todos esos atractivos de los premios, sin duda, el mayor es que ese reconocimiento permite darle una segunda vida a las películas y descubrir así a voces narrativas de las que uno desea no perderse ni una palabra, carreras que quiere seguir muy de cerca. Los premios no suelen valer para gran cosa, pero sólo con que permitan a creadores de talento tenerlo un poco menos difícil para sacar adelante sus próximos trabajos ya habrán valido la pena. Si además nos entretienen con quinielas y debates sobre cine, ¿qué más se puede pedir?
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