Que Dios nos perdone

2016 es, definitivamente, el año del thriller en el cine español. Todavía con la excelsa Tarde para la ira, de Raúl Arévalo, y la notable El hombre de las mil caras, de Alberto Rodríguez, en la cartelera, llega a las salas Que Dios nos perdone, otro más que correcto ejemplo de género negro con el que Rodrigo Sorogoyen confirma, tras la perturbadora Stockholm, que es un autor a seguir, con gran personalidad, magnífico pulso narrativo, muchos recursos, una creatividad excepcional y una enorme osadía a la hora de contar historias nada cómodas para el espectador, oscuras, inquietantes. 

Transcurre la historia en el verano de 2011 en Madrid. Agosto es el mes del año más tranquilo en la capital. Pero aquel año sus calles vivieron una agitación especial. Madrid acogió la Jornada Mundial de la Juventud, concentración de miles de católicos llegados de todo el mundo a la que acudió el papa Benedicto XVI. Y, además, retumbaban aún en las calles madrileñas los ecos del 15-M, las protestas de los indignados. En este contexto extraño, peculiar, las calles atiborradas de peregrinos católicos, al lado de manifestantes, ambienta Sorogoyen una historia muy oscura, en la que dos policías no menos extraños persiguen a un sádico asesino de ancianas


Es un trhiller castizo, con la Iglesia muy presente, desde el título, con los peregrinos de la JMJ de fondo. No es sólo el contexto. Sugiere también esa presencia constante de componentes religiosos (la concentración católica, las víctimas que acuden a la Iglesia, los sacerdotes que aparecen) algo más, una cierta relación con la personalidad de sus personajes y con la gris trama que cuenta, aunque eso es algo que, como muchos otros componentes de la película, el director deja a la interpretación de los espectadores. Es una historia donde el factor psicológico juega un papel clave. Sus personas sufren, casi todos, desequilibrios anímicos. El inspector Velarde (Antonio de la Torre) es reservado, callado, silencioso, tímido, se diría que traumatizado por su tartamudez. A su lado, Alfaro (Roberto Álamo), impulsivo, violento, colérico, políticamente incorrecto. Ambos se encargan de perseguir a un asesino de ancianas en el centro de Madrid, un ser sádico y despreciable con el que, a medida que avanza el filme, los dos policías encuentran ciertos paralelismos. 

Es una historia llena de sordidez y depravación. Muy oscura. Muy sucia. No se ensaña, es verdad, con escenas morbosas, pero sí hay imágenes desagradables, duras de ver. Lo mejor del filme es probablemente la recreación del ambiente, impecable en el lenguaje callejero, transmitiendo ese calor asfixiante de Madrid, esas calles estrechas, esa autenticidad de todos los personajes que aparecen en el filme. Un ambiente irrespirable por momentos, sostenido además por unas interpretaciones colosales.. La construcción de los personajes hace mucho. Tanto la perturbaba mirada del asesino, que sólo se desvela pasada buena parte de la cinta, como la degradación de los agentes encargados de darle caza. 

Son personajes con muchas aristas, complejos, contradictorios. Un regalo para todo actor. Para todo buen actor, se entiende. Porque permite lucirse, pero para eso es necesaria la calidad interpretativa de los actores que aparecen el filme. Primero, siempre primero, Antonio De la Torre. De él se puede decir sencillamente que lo hace todo (omnipresente en la cartelera) y todo lo hace bien (brillante en cada papel). También cautiva Roberto Álamo, excepcional en su papel de policía violento, expeditivo e iracundo. Regala igualmente una interpretación sensacional Javier Pereira, quien protagoniza la anterior cinta del director, junto a Aura Garrido. 

Maneja bien Sorogoyen la intriga en el Madrid cañí que recrea en la cinta y  ha construido unos personajes complejos. Son los dos grandes aciertos del filme, que también tiene defectos. Deja muchos cabos sueltos, lo cual no está necesariamente mal. De hecho, siempre es bienvenido que el director trate al espectador como un ser maduro, capaz de poner de su parte para terminar de construir la historia, como ya hizo en Stockholm. No es preciso que el director dé todos los detalles de la historia. Pero, en un trhiller, sí parece necesario que la resolución del caso quede clara y sea verosímil. Y, sin hacer spoilers, creo que aquí flojea la película. Es algo, para mí, decisivo en este tipo de filmes. La forma en la que los policías dan con el asesino es casual, difícilmente creíble. Y la resolución final del caso no es mucho más verosímil. La cinta va de más a menos. El primer tramo, electrizante, desconcertante, oscuro, es insuperable. Pero flojea en la parte final, sobre todo, con la resolución del caso y, especialmente, con un final que rompe el ritmo frenético de la cinta y la intriga pasada. 

Algo falla, quizá más complejidad en la investigación policíaca, pero no por ello deja de ser esta Que Dios nos perdone una nueva muestra del talento de Sorogoyen y otro ejemplo de que este año es, definitivamente, el del despegue desacomplejado y de gran calidad del thriller español, categoría donde, pienso, Tarde para la ira ha marcado, hasta el momento, la cumbre con su excelencia, sin un plano ni una palabra de más. 

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