¿Se puede hacer una película exquisita sobre una relación amorosa tóxica? ¿Puede ser una historia oscura y atractiva a la vez? ¿Es posible que haya belleza en el espanto? ¿Combina bien lo perturbado con lo hermoso? La respuesta a todas esas preguntas es un sí rotundo, como demuestra con maestría Pawel Pawlikowski en Cold War. No es una cinta, desde luego, para quien busque solo evadirse en el cine, y mucho menos para el que quiera encontrar en la pantalla una historia amable y vitalista. Pero hay algo deprimente y delicado en este filme. Es una película hermosa, pero a su manera. Conmovedora y bella, pero también dramática. Profunda siempre, llena de intensidad en cada plano en el que se narra la relación de los protagonistas, una historia más grande que la vida (y también más oscura) a través del tiempo.
La música juega un papel crucial en la película, con una banda sonora excelente. Es posible que se cante más de lo que se habla en este filme. Un guión impecable, una presencia visual arrebatadora, con la belleza cautivadora del blanco y negro y con planos delicados llenos de sentido, sumados a unas interpretaciones más que notables hacen volar esta historia.. No es nada complaciente con el espectador, al que no ofrece una historia romántica sensiblera, sino más bien una relación de pasión, intensidad enfermiza y autodestrucción. De fondo, un régimen autoritario que complica la vida de los protagonistas, sí, pero no es lo más trascendente de la trama.
La película, que recorre varios años en la vida de sus protagonistas desde la Polonia de la posguerra hasta París, destroza convencionalismos. Vemos, por ejemplo, fiestas en París, nada menos, en la que los personajes parecen tenerlo todo para ser felices, pero que naturalmente no lo son. No hay convención ni recurso fácil que el director deje sin reventar, hasta un final qué gustará más o menos, pero que es sin duda de esos que dan que hablar y que no se olvidan. Un final coherente con el tono que ha ido adquiriendo el filme y la relación entre los protagonistas, a quienes dan vida Joanna Kulig y Tomasz Kot.
Él se dedica a rescatar del olvido el folclore polaco tras la II Guerra Mundial, algo que pronto adquiría una dimensión política-propagandística bajo el régimen comunista que tiraniza al país. Ella se presenta a un cásting y le deslumbra por su voz, pero no sólo. Es su presencia. Es ese halo de misterio que irradia. Todos esos secretos que parece esconder. Su carácter. Su visceralidad. Es todo excesivo y descontrolado desde el principio. Se devoran con la mirada. Se desean. Se quieren. Se destrozan. Se hacen daño. Se buscan y se esconden y se vuelven a buscar. Es esa dualidad en la que transcurrirá todo el filme: lo bello y lo inquietante, lo atractivo y lo perturbador, la fuerza del deseo, aunque sea destructivo en ocasiones.
A los dos protagonistas les cuesta quererse, no saben amarse, pero tampoco pueden hacer otra cosa. Caen ambos en la trampa que, deliberadamente, se ponen. Ni el tiempo ni el espacio ponen fin a esa relación tan intensa, pasional e incontrolable. Cada plano del filme tiene un sentido, desde un comienzo tan sencillo como irresistible. Tiene Cold War una belleza de cine antiguo, de otro tiempo. No es que esté ambientada en el periodo de la Guerra Fría, no, es que directamente parece un filme de esos años, las grabaciones de las actuaciones folclóricas polacas parecen estar rodadas entonces. La historia con mayúsculas pasa por delante de los protagonistas, pero su tiempo lo marca la pasión. El péndulo paró su reloj, como escuchamos en un momento de esta película tan perturbadora como hermosa, tan deprimente como bella.
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