Las expectativas son traicioneras en el cine (y en la vida, en general). Nadie está más cerca de poder llegar a emocionarse con una película que quien no espera nada de ella. No puedo decir que Roma, de Alfonso Cuarón, no me haya gustado. Me ha gustado mucho, de hecho. Es una buena película, incluso una gran película, bellísima, con una fotografía deliciosa, un cuadro en cada plano, que atrapa la belleza de la cotidiano. Es emotiva, muy tierna, de ese cine en el que no pasa realmente nada, porque lo que pasa es la vida. El cine que emociona, el que da un pellizco en el alma, el que perdura. ¿Entonces? Las expectativas estaban tan disparadas, tan por las nubes, que pienso que la película me habría gustado mucho más si no hubiera semejante unanimidad en que se trata de una obra maestra, para algunos, la mejor película de lo que va de siglo XX y para otros, directamente, una de las mejores de todos los tiempos. Y yo veo una película delicada que me encanta, sí, pero no una obra maestra que cambia la historia del cine.
Naturalmente, Roma no tiene la culpa de esto, ni tampoco los críticos que la han encumbrado como una joya indiscutible. La culpa es mía por ir a ver la cinta esperando encontrarme con esa obra maestra y no con la voluntad de dejarme sorprender y atrapar por una muy buena película. Quizá ya es tarde, pero recomendaría a quien leyera esta crítica que se aislara lo máximo posible de esa corriente de opinión casi única que sitúa a la última película de Cuarón en el olimpo del séptimo arte. Que vayan a dejarse emocionar por su poesía en cada plano. Nada más. Nada menos. Pero que no se guíen por esas expectativas tan inmensas, y para mí desmesuradas, que la rodean, y que en algunos casos pueden jugar en contra de este filme.
Dicho esto, Roma está plagada de virtudes. Cuarón firma la fotografía de la cinta, lo que demuestra hasta qué punto el director se ha implicado con esta película tan personal, en la que recrea su infancia en Roma, no la ciudad, sino un barrio de la clase media alta de México, pero desde la mirada de Cleo (Yalitza Aparicio), la mujer encargada del servicio de una familia. Visualmente, la película apabulla. Y no es sólo la elegancia del blanco y negro, que también. Es que cada plano está medido con detalle. Es que la película no deja nada al azar. Se nota el cariño de Cuarón en este proyecto. La mirada a aquel México de los años 70 es la mirada tierna de quien echa la vista atrás hacia su infancia. Y la pasión cuenta, cuenta mucho. A Cuarón le va la vida en este proyecto y eso se nota.
Además, la película consigue contarlo todo desde la sencillez. No hay grandes discursos, por supuesto. Ni reflexiones políticas subrayadas. Ni historias épicas. Es sólo la vida, en los detalles, en las miradas y los gestos. Es un filme de planos largos y diálogos cortos, en el que se cuenta la historia de una mujer, o mejor, de varias mujeres. Porque las protagonistas absolutas del filme son las mujeres que crían a los niños de la familia, a las que, en un momento dado, se dan cuenta, como le dice la señora a la criada, que "digan lo que digan, estamos solas". Es una historia potente dentro de su sencillez, universal desde una mirada muy íntima y personal, intemporal anclada en la precisa recreación de una época concreta. Una historia de mujeres que se apoyan más allá de las clases sociales. Una historia de las injusticias a las que las mujeres se enfrentan sólo por el hecho de serlo. Y una historia nostálgica, también. Porque hay algo en ese México de los años 70 que pertenece a un mundo que ya no existe. En él, por ejemplo, la gente va al cine, algo que pocos afortunados han podido hacer con Roma, producida por Netflix y con un testimonial paso por las salas.
Puede que esas enormes expectativas despertadas por Roma (dejando claro, de nuevo, su indiscutible calidad) tengan algo que ver también con su peculiar historia. Producida por Netflix, Cannes le cerró el paso, pero el festival de Venecia le abrió la puerta grande, con el León de Oro. Para muchos, Roma es la mayor favorita para los Oscar. Sería el primer filme producido por Netflix que conseguiría la estatuilla. No ha sido la primera película producida por una plataforma de contenidos que apenas ha pasado por las salas, pero quizá sí es la mejor de todas cuantas han seguido este camino. Y por eso el debate sobre el modelo de distribución que ha regido el cine durante décadas y que ahora va camino de saltar por los aires ha ganado tantos decibelios con esta película. Hay posturas comprensibles en todas partes, claro, y es un debate aún abierto, pero nadie podrá negar la inteligencia de Netflix, por producir obras como esta, de autor, que los grandes estudios probablemente no apoyarían, ganando así prestigio, sumando puntos. Roma es una cinta que merece ser vista en una sala de cine, algo que muchos no hemos podido hacer. Pero sí la hemos podido ver, sí se ha podido rodar tal y como ha querido su autor. Es una paradoja de un mundo que está cambiando y en el que no se pueden poner puertas al campo.
Roma, volviendo a lo que más importa, a la calidad del filme, es una cinta deliciosa, de fuego lento, de las que exasperan a quienes necesitan acción y mucho diálogo y que pasen siempre muchas cosas a la vez. Hay destellos de emoción muy pura en el filme. Instantes pequeños que justifican una vida entera. Está la vida cotidiana, con todo lo extraordinario que encierra. Roma no es, perdón, no me parece, la obra maestra de la que unánimemente habla la crítica, pero sí es, sí me parece, una magnífica película. Despojada de expectativas disparadas y de polémicas por su distribución, queda lo que de verdad importa: gran cine con el sello personalísimo de un autor que transmite a su obra la emoción que siente por la historia que cuenta.
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