El reino

De entrada, una película sobre la corrupción en España no parece lo más apetecible del mundo, porque para ver escándalos basta con encender la televisión y ver los informativos, y porque es fácil caer en estereotipos y retratar esta realidad con trazos gruesos. Pero El reino no es una película previsible ni carente de matices sobre la corrupción política, con malvados que viven en una sociedad ejemplar. No es una historia simplona de malos y buenos. Es una película de Rodrigo Sorogoyen, director de la extraordinaria Stockholm y de la sensacional Que Dios nos perdone, y con eso está todo dicho. Es un film excepcional, inteligente, atrevido, nada conformista, incómodo para muchos más espectadores que los corruptos que se puedan acercar a las salas a verlo, no sólo para los políticos. Una historia extraordinariamente bien contada, además. Sorogoyen transpira cine en cada plano, en cada escena, con ese uso virtuoso de la música y la cámara que le da un ritmo trepidante a la película. 

El reino no transita ni uno sólo de los caminos trillados por los que podría haber transitado. Personalmente, me importa poco a quién se puede parecer este o aquel personaje, en qué político o partido puede estar inspirada la trama. No vivo en Marte, claro, y ver cuadernos con pagos en negro o a políticos en yates compartiendo compañías dudosas me remite a ejemplos bastante cercanos de la actualidad española. Pero eso carece de importancia. Porque la cinta va mucho, muchísimo más allá. Quien espere encontrar a políticos corruptos perversos, nítidamente malos, que son manzanas podridas en un cesto sano, puede buscar en otro sitio, porque aquí, afortunadamente, no hay nada de eso. En cambio, aquí sí hay puro cine y una anatomía precisa de la España actual. Ojo, no de la clase política actual, de la España actual. Los políticos corruptos, sí, pero también los empresarios que corrompen, los ciudadanos que se quedan con el dinero de más que le dan en el cambio en un bar, los periodistas que aprietan pero no ahogan, el poder se protege a sí mismo... 


Antonio de la Torre, para quien se acabaron los adjetivos hace mucho tiempo, da vida aquí a Manuel Gómez Vidal, el mandamás de una región de costa, que no se nombra en ningún momento, ni falta que hace. Tiene amigos en todas partes, es el futuro amo del cortijo, delfín del presidente autonómico del partido, Frías, quien interpreta con su maestría habitual Josep María Pou. Bien relacionado, es don Manuel allá donde va y Manu, el amiguito del alma en las reuniones con compañeros de partido y empresarios con los que comparte chanchullos. Todo cambia cuando se destapa un escándalo que salpica a un compañero de partido. Es tiempo entonces del sálvese quién pueda, de los arrepentidos que colaboran con la justicia, de las filtraciones siempre interesadas a la prensa. De pronto, don Manuel, el que caminaba unos cuantos centímetros por encima del suelo, pasa a ser un apestado a quien la máxima responsable del partido en Madrid, Ceballos (Ana Wagener) le pide que se coma él solito todo el marrón, que sea conejillos de Indias. 

Pero Manu tiene otros planes y comienza una batalla desesperada no tanto por no caer, porque conoce suficientemente bien los resortes de la política como para creer ni por un momento que puede salvarse, sino por no caer solo. Quiere tirar de la manta. Negocia. Busca que la fiscalía afine un poco su caso. Que los adalides de la limpieza democrática en público puedan darle algún tipo de acuerdo en privado. Es tan desmoralizante, crítica y descarnada la visión del funcionamiento de la política que ofrece esta cinta que asusta. Porque además de todo eso, es muy verosímil. Pero, de nuevo, esto no va de corruptos malísimos que meten la mano en la caja, que por supuesto, también. Va de un mecanismo de tratos de favor perfectamente engrasado desde hace mucho tiempo. Esos corruptos malvados, de los que se hace escarnio público, los que pagan por los platos rotos por ellos, claro, pero por todos los demás también, son piezas de una maquinaria mucho más amplia que ellos. 

Es ese reino al que alude la película. Los peones, o hasta los reyes, pueden caer. Pero el reino continúa. Y el reino es la élite dominante, la de las mordidas y el trato de favor. La élite de las relaciones tóxicas de políticos con directivos y mandatarios de grupos de comunicación. Esa misma élite a la que, en el fondo, no ataca de verdad cierta prensa. Esa élite para la que los programas que jalean la indignación ciudadana suponen un simple rasguño, pero en ningún caso una amenaza real. Esa élite que deja caer a algunos de los suyos, sólo para sobrevivir ella, y que no le importa exponerlos al escarnio público, filtrando vídeos de su vida privada, por ejemplo, que alimentan un morbo absurdo, que destruyen a esa persona, para que el reino pueda seguir en pie. Esa élite que da de cuando en cuando al pueblo espantajos contra los que lanzarse, aunque les hayan votado y aplaudido hace medio minuto. Esa élite de discursos de tolerancia cero con la corrupción, pero sólo de cara a la galería. 

El pulso narrativo del filme es extraordinario. Son 130 minutos de metraje que se hacen cortos. El guión de Isabel Peña y Rodrigo Sorogoyen funciona con precisión milimétrica y el reparto cumple con nota, hasta ese escena final con Antonio de la Torre y Bárbara Lennie que remarca el tono inteligente y lúcido del film, mucho más que una película de corrupción en España. Un retrato crudo en el que nadie sale del todo bien. Es decir, un retrato preciso de nuestro país, de este reino que no se mueve, que cambia lo justo. Una película extraordinaria. 

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