Titulo este artículo con el verbo vivir y no "ver" o "asistir", porque los conciertos se viven. Lo que se experimenta en ellos es algo especial, diferente, físico. Este año, como siempre (y que siga siendo así por mucho tiempo), buena parte de los mejores ratos que he vivido en compañía de la música han sido en templos chiquitos de la canción de autor, como Libertad 8 o la sala Galileo, en Madrid. Pero si tengo que destacar un concierto de este año, me quedo con el festival que se montó Vetusta Morla en la explanada de la Caja Mágica de Madrid, en la mágica noche de san Juan. No teníamos hogueras ni playas, pero poco importó, porque las letras líricas y muy literarias de grupo envolvieron a los 38.000 espectadores, feligreses, más bien, que acudimos a ese ritual pagano.
Fue una fiesta. Fue algo grandioso, difícilmente repetible. Creo que por primera vez en mi vida, o casi, tuve la sensación de que estaba viviendo un concierto de esos que contaré a mis nietos, de los que recordaré siempre. Por lo especial que resultó todo. Por lo grandiosa y emotiva que fue esa noche tórrida en Madrid. La fuerza poderosa de los temas (o himnos) de Vetusta Morla detuvo el tiempo aquella noche del 23 de junio. Apenas habló Pucho, porque aquello fue un sucesión de canciones, de golpes maestros. Casi todas las del nuevo disco, en el que, siendo lo mismo, el grupo se atreve a innovar y probar otros sonidos, y también todos los clásicos, los temas memorables de otros discos anteriores, esos que hacían vibrar con el primer acorde. Fue una fiesta increíble, electrizante, febril, inmensa, irrepetible. Mañana, Vetusta Morla despide el año con un concierto en el Palacio de los Deportes. Y allí estaremos, claro, aún con los rescoldos de la hoguera de aquella noche de san Juan en el recuerdo.
Este año también he vuelto a ver en directo a Sabina, que sigue siendo el rey. Disfruté de su concierto de regreso en Donosti, después de un problema de salud. El maestro volvió a cantar los temas de su último disco, algunas excelsas y a la altura de sus mejores creaciones, como Lágrimas de mármol, al lado de las canciones antiguas, pero más vivas que nunca, que han puesto banda sonora a tantas vidas. Sabina se reafirmó negándolo todo, su leyenda, su pasado, su vida. Lo niega todo el maestro y, a la vez, se reafirma en todo lo vivido. Canalla, vitalista, nostálgico pero sin caer en la melancolía, Sabina sigue siendo Sabina. Nada más que añadir.
En verano, en las Noches del Botánico, vi en directo por primera vez a Funambulista, con ese equilibrio perfecto entre himnos vitalistas que hicieron saltas a los espectadores y temas tiernos y sensibles sobre el amor. Estuvo muy bien acompañado Diego Cantero, que cantó junto a Andrés Suárez, Leire Martínez o India Martínez, que le dio otra dimensión a Fiera y con la que viví quizá el momento más hipnótico y cautivar que he sentido este año en un concierto. Qué voz. Qué energía. Qué fuerza. Qué portento. Fue una noche excepcional, en el que todos terminamos coreando, como en su tema, Quiero que vuelvas.
En la sala Copérnico descubrí, gracias a un buen amigo, a BambiKina, y su estilo especial, sus letras llenas de poesía, su voz, su sonido cuidado. He perdido la cuenta de las veces que he escuchado desde entonces Escorpiones de tequila, Cosas pequeñas y Palomitas de caramelo, entre otras. Si aún no la conocen, no se arrepentirán.
Y, por supuesto, 2018 tuvo los clásicos, que no falten nunca. El regreso de Marino Sáiz en Libertad 8, con su violín y su forma inconfundible de celebrar la vida; Luis Ramiro, con su poesía de lo cotidiano; y, claro, Marwan, que tomó con un ejército de versos el Palacio de los deportes de Madrid, y que canto al amor, a la amistad, a la vida y a Madrid, con ese himno, Puede ser que la conozcas, que es el Pongamos que hablo de Madrid del siglo XXI.
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