Transbordo en Moscú

 

En ocasiones, cuando se habla de la obra de Eduardo Mendoza se establece una división bastante simple entre las novelas con más carga de humor y aquellas consideradas más serias o profundas. La realidad es que la peculiar e irónica mirada del mundo del premio Cervantes está siempre en las novelas del autor de La ciudad de los prodigios y Sin noticias de Gurb, de Riña de gatos: Madrid 1936 y El enredo de la bolsa y la vida. Esa división algo perezosa no es del todo justa, porque hasta las obras más humorísticas de Mendoza tienen una gran calidad literaria, y hasta las más elevadas cuentan con buenas dosis de ironía. La trilogía de Rufo Batalla, una especie de alter ego del escritor, son la mejor demostración de cómo en las novelas de Mendoza conviven bien esos dos polos, siempre sin tomarse nada demasiado en serio, pero sin renunciar nunca a una prosa formidable.


Tras El rey recibe y El negociado del yin y el yang, la trilogía de Rufo Batalla llega a su fin con Transbordo en Moscú, que concluye justo cuando termina el siglo XX. Posiblemente es esta tercera parte en la que más trazos autobiográficos del autor se encuentran, al menos, en lo relativo a las reflexiones del paso del tiempo, a esa sensación que tiene el protagonista de que la historia deja de pertenecer a su generación, que él ya pasa a ser testigo, pero siente que son otros los que marcan el rumbo. Sin melancolía ni lamentos, como simple constatación de que el paso del tiempo nos terminará volviendo a todos, antes o después, invitados de un tiempo que ya no sentiremos del todo como nuestro.

Iba a escribir que en Transbordo en Moscú encuentro al mejor Mendoza. Lo estoy escribiendo, de hecho. Es tan inmensa y notable la obra de Mendoza que tiene poco sentido andar haciendo comparaciones entre sus novelas. Con todas he disfrutado, con pocas tanto como ésta. La prosa de Mendoza, irónica, muy divertida, afilada, juguetona, envuelve al lector y lo lleva de la mano a lo largo de la novela, en la que importa menos lo que le ocurra a Rufo Batalla y sus andanzas que el propio estilo con el que el autor lo narra. Eso y los cambios en el mundo durante aquellos años, con especial atención a la caída del muro del Berlín y la descomposición de la Unión Soviética. 

Al comienzo de la novela nos encontramos a Rufo Batalla contrayendo matrimonio, un poco contra su voluntad, sin haberlo decidido del todo, como en el fondo tampoco ha decidido gran cosa en su vida. Está de vuelta en Barcelona tras sus años en Nueva York y empieza a trabajar en la empresa de su suegro, también sin querer del todo.En aquel mundo confuso, España, como de costumbre, viajaba en otro tren, a otra velocidad y por otra vía”, leemos al comienzo de la obra. 

La trilogía sigue la vida y las peripecias del protagonista, pero la Historia con mayúsculas es el telón de fondo de lo ocurre. Son los años del horror del sida en Nueva York, del sindicato Solidaridad en Polonia, los últimos coletazos de la URSS, la inauguración de la pirámide del Louvre o las obras preparatorias de los Juegos Olímpicos de Barcelona 92, que transformaron para siempre la ciudad. Es extraordinario cómo el autor introduce en pequeñas dosis reflexiones y estampas de los principales hitos históricos de esos años finales del siglo XX, pero sin pararse nunca demasiado en ello. 

Ahora llega la parte en la que compartiría citas y citas y más citas del libro. Pero me intentaré contener. Sólo tres momentos, tres pasajes. Una conversación sobre Shakespeare en un club inglés en la que Mendoza le hace decir a un personaje: "ser o no ser, ¿qué carajo significa? Nadie lo sabe. Probablemente una idiotez. Pero uno escucha estos cuatro vocablos y de inmediato queda deslumbrado por el resplandor de la cultura universal”. De los hombres de la burguesía catalana con los que se codea Rufo Batalla escribe que tienen “una fuerte dependencia emocional y una devoción ciega a causas abstractas e inconsistentes, como el catolicismos rancio, la redención de la nación catalana y las glorias deportivas del Barça, los hacía inmunes a las ideologías al uso y, llegado el caso, al sentido común y a la ética más elemental”.

Si la filosofía vital de Batalla, y de tantos otros personajes de Mendoza, se pudieran resumir con tres o cuatro frases, quizá podríamos hacerlo con este otro pasaje: El hombre es un simio que se ha complicado la vida innecesariamente. Un chimpancé oye un trueno y corre a refugiarse de la lluvia. Un hombre primitivo oye el mismo trueno, lo identifica con la voz de un dios implacable y corre a sacrificar al vecino para apaciguarlo. De ahí salen la religión, la filosofía, el arte. Pero ¿compensa el precio que hemos pagado?

Entre todas las virtudes de la novela y todos los motivos de disfrute hay otra razón coyuntural: la posibilidad de viajar por medio mundo a través de la prosa de Mendoza en un momento el que no eso es posible en la vida real por culpa de la pandemia. Incluye la novela un maravilloso elogio de la vida de hotel que muchos amantes de los viajes bien pueden compartir: “cada vez que entraba en la habitación de un nuevo hotel tenía la impresión de haber regresado a la normalidad después de un periodo de expatriación en mi propia casa”.

Termina el libro y la trilogía con la entrada del siglo XXI, un cambio de siglo que lleva a Batalla a afirmar que "el siglo XIX había sido el siglo de las ideologías; el siglo XX había sido el de las empresas colectivas, tan colosales como desastrosas. Fue una etapa de guerras y exterminio, de dictaduras sangrientas y amenaza nuclear”. ¿Su actitud ante el nuevo siglo? “Por supuesto, todo seguirá igual, pero en la época que se avecinaba, yo sería un simple huésped, quizá porque siempre me ha costado menos entender las idea que entender a las personas”. Puro Mendoza. Una auténtica delicia. 

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