El rey recibe

Lo mejor de que El rey recibe sea la primera parte de una trilogía es que no tenemos que despedirnos aún de Rufo Batalla, el último personaje rico en matices creado por Eduardo Mendoza. Lo malo es que nos tocará esperar para seguir sus andanzas, ya que la historia de esta primera parte concluye en 1973 con el atentado contra Carrero Blanco. Pero llegará esa segunda parte y luego una tercera, así que puede más la satisfacción por saber que seguiremos conociendo más sobre la vida de Batalla, trasunto o no del escritor, que la impaciencia por querer seguir disfrutando de sus historias. 

Cada vez que Mendoza publica una nueva novela la primera pregunta es si se trata de sus obras "serias" o de las otras, de las más humorísticas. Es una división comprensible, pero no del todo justa. Porque Mendoza escribe sensacionales novelas, sean más o menos ligeras, más o menos profundas. La ironía está siempre presente en sus páginas, es un rasgo de identidad indiscutible del autor en cada línea que escribe, porque es su forma de estar en el mundo. Si algo diferencia a Mendoza del resto de novelistas es ese sentido del humor omnipresente, su ironía, su forma de divertirse (y divertir a los demás) con las palabras. Coquetea con ellas y consigue hacer reír empleando un tono serio, palabras muy formales, para describir situaciones hilarantes. 


La división entre los dos tipos de novelas de Mendoza, algo artificial, pero entendible, no se puede aplicar con claridad a El rey recibe. Es una mezcla de ambas. Porque hay mucha ironía, muchísima, en la forma en la que el escritor relata las vivencias de Rufo Batalla, uno de esos perdedores encantadores que crea el Premio Cervantes. Pero también hay honduras. Hay ecos en esta obra de las novelas "serias" de Mendoza, ya que la trilogía se propone recorrer el siglo XX, aunque alejado de toda solemnidad, por supuesto. Así que hay espacio para todo en este libro, donde encontramos al mejor Mendoza. 

Escuché en una entrevista al escritor afirmar que quería que este libro fuera más fotografía que cine. Y es cierto que esta novela deja retazos de la Historia, pero sólo fotos, no un largometraje. La vida de Rufo Batalla, quien siente que el mundo le pasa por encima sin que él pueda controlar nada, tiene como fondo varios de los grandes cambios del siglo XX. Desde el tardofranquismo en Barcelona, esa sensación de agobio por vivir en una dictadura, hasta la Nueva York de los años 60, que Mendoza describe aquí poco menos que como un vertedero, pero con un incuestionable encanto. El escándalo del Watergate ("escuchar a Beethoven no es lo mismo que esnifar ni que estar a favor de Nixon") o el movimiento de liberación homosexual tras los disturbios de Stonewall son algunos de los sucesos que aparecen en la novela. Pero siempre de fondo, con las peripecias de Rufo Batalla y su peculiar mirada sobre el mundo imperando sobre lo demás. 

Batalla, que no tiene demasiado claro lo que quiere hacer en la vida, se dedica casi por casualidad a escribir en un periódico, primero, y después en una revista. "Periodismo es todo lo que será menos interesante mañana que hoy", escribe. Eso le da ocasión de conocer a personajes excéntricos de toda clase. Después se marcha a Estados Unidos, donde descubre otro país, otra cultura, otra forma de ver el mundo. Y hasta otra forma de celebrar las misas: "si la religión era el opio del pueblo, aquella variante era la cocaína". Irónica, divertido, hilarante, Mendoza se divierte, en ocasiones haciéndole decir auténticas barbaridades a sus personajes. Rufo Batalla, de quien se dice en un momento del libro que es alguien "felizmente insatisfecho", va dando trompicones, sin controlar del todo su vida (¿y quién lo hace?), asistiendo como testigo a la historia y convencido de que "el mundo parecía haberse conjurado para dejarme fuera de la fiesta". Esperamos con impaciencia la segunda parte de esta trilogía. 

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