La ciudad de los prodigios

Tras leer El laberinto de las aceitunas  me quedé con ganas de seguir ahondando en la obra de Eduardo Medonza. Leí aquel libro en una edición de la colección "Las cien mejores novelas en castellano del siglo XX" que sacó hace unos años el diario El Mundo. Colección a la que debo muchos grandes momentos frente a espléndidas novelas, haber conocido a autores que hoy me acompañan ya para siempre y haber vivido grandes historias. Qué tiempos aquellos cuando los periódicos regalaban cultura y no robots de cocina, cuchillos o aspiradoras.
 
A esta misma colección, vieja y leal amiga, recurrí para cumplir mi propósito de seguir conociendo a Eduardo Mendoza y gracias a ella he podido disfrutar de La Ciudad de los prodigios. Mantiene Mendoza la ironía marca de la casa en esta obra, pero es una novela con un tono muy distinto al de El Laberinto de las aceitunas. Me ha parecido una novela más profunda, más redonda, con una construcción de personajes, en especial del protagonista, deslumbrante. Apabulla la calidad literaria que rezuma la obra. El gusto por las novelas bien escritas, por las buenas historias bien narradas. Qué sencillo parece así escrito. Qué complicado ha de ser llevarlo a la práctica. Mendoza lo logra con esta recomendable novela.
 
En el libro se cuenta la historia de Onofre Bouvila. Uno sabe que La ciudad de los prodigios es una de esas obras que le marcarán cuando va pasando las hojas y las historias que las llenan le cautivan y fascinan. También, esta ya es la prueba definitiva, cuando hay en ellas un personaje que será recordado, que pasa a engrosar la lista de grandes personajes de obras de ficción que cada lector posee en su cabeza. Onofre Bouvila, el chaval pobre y de una familia sin recursos en la que su padre se marcha a Cuba en busca de riqueza y vuelve endeudado hasta las cejas y con la impostura de haberse labrado una carrera en las Américas, que llega a convertirse en una de las personas más ricas del mundo. Un cacique, un empresario sin escrúpulos que controla a su antojo a los políticos y para el que las vidas humanas de quienes le rodean son sólo peones que manejar para conseguir su bien individual y aumentar su riqueza
 
Es, en efecto, un tipo que hace cosas despreciables, horrendas. De esa especie de hombres que cree que puede jugar con la vida de los demás, que puede disponer de ellas. Pero es mucho más que eso. No es un simple cacique odioso de los que abundaban en la época que narra la historia (que va desde la exposición universal de Barcelona en 1888 hasta la de 1929), porque se cuenta su vida. En la novela el lector conoce cómo llega Bouvila a convertirse en ese hombre poderoso a quien todo el mundo en la ciudad vive, un hombre falto de cariño y marcado por su padre al que odia y ama a partes iguales. Vuelven a la memoria del empresario, según se va haciendo a sí mismo con métodos ilícitos (del único modo en el que uno se puede hacer rico, diría alguien), escenas del pasado con su padre. Las penurias vividas con su madre cuando su progenitor se marcha a Cuba. El regreso, triunfal en apariencia, de su padre. Esos recuerdos de la infancia en su pueblo, de la que huye precipitadamente para labrarse la vida en solitario en la ciudad, le perseguirán toda la vida.
 
Bouvila llega de adolescente, de muy joven, a una pensión en la que conocerá a personajes que también le acompañarán el resto de sus días. Allí entrará en contacto del modo más accidental y menos ideológico, de la forma más prosaica y menos comprometida, con el movimiento anarquista. Pronto verá que eso no es para él, o que intentará adaptarse al mundo en el que vive, pero conociendo esa otra parte de la sociedad que la gente como él tiraniza. Conocerá sus anhelos, sus defectos, sus miedos, su forma de vida. Eso le hará mantener, aunque desde el desprecio, el vínculo con la clase baja a la que él perteneció y de la que salió para escalar, pisando cabezas o haciéndolas volar, en la sociedad. Una sociedad turbia y poco ejemplar, llena de miserias y desigualdades, repleta de injusticias.
 
El componente psicológico y emocional de la novela es potente. Podría ser Onofre Bouvila, tal vez debería serlo, un tipo detestado por el lector y maltratado por el autor. Sin embargo, Mendoza nos hace la jugarreta de mostrar el lado humano de este personaje sobre el que gira toda la novela. Vemos que se enamora, que busca el amor, la amistad, el reconocimiento. Le vemos recordar el pasado, intentando aliviar su dolor. Y le vemos creciendo. Vamos comprendiendo, o intentándolo, el proceso de madurez y construcción del caciche todopoderoso en el que se convierte. Cuando envejece, también encontramos sus reflexiones sobre la vida. Intenta enmendar sus errores, o al menos encontrar el equilibrio. Es una novela formidable por lo bien contada que está y porque no es una historia plana en absoluto. El personaje central tiene muchas aristas y el autor las muestra todas con maestría. "Yo creía que siendo malo tendría el mundo en mis manos y sin embargo me equivocaba: el mundo es peor que yo", leemos en algún momento de la novela.
 
Barcelona es otro personaje de la novela. Se cuenta en ella la expansión urbanística de la ciudad al calor de la exposición universal de 1888 y de la de 1929. Con la vida de Onofre Bouvila siempre como referente central de la obra, por sus páginas desfilan también personajes históricos de la época como el dictador Primo de Rivera, Alfonso XII o Antonio Gaudí, a quien por cierto, el autor atribuye una frase grandiosa en su vejez, viviendo en la Sagrada Familia y pidiendo dinero para avanzar en su gran obra: "el progreso y yo estamos en guerra y mucho me temo que soy yo el que la va a perder". Una novela profunda, inmensa. Una novela prodigiosa. 

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