Rosa Montero en el Institut Français


“La realidad del mundo es una convención, es un espejismo tembloroso, es algo tan incierto que estoy convencida de que incluso las personas menos imaginativas intuyen que más allá de las paredes de sus casas se agazapa un abismo”, escribe Rosa Montero en El peligro de estar cuerdasu último libro, en el que establece un vínculo entre lo que llamamos locura y la creatividad. En esa maravillosa obra, la autora cuenta que en torno a un 15% de la población tiene un cableado neuronal distinto al resto y dentro de ese porcentaje están las personas con trastornos mentales, los artistas y las personas que necesitamos leer para vivir. Es una de las muchas ideas sugerentes que la autora compartió el pasado jueves en un delicioso diálogo con la periodista Marie-Madeleine Rigopoulos en el teatro del Institut Français de Madrid, que tantos y tan buenos planes culturales ofrece siempre. 

Fue una tarde memorable en la que la autora del portentoso La ridícula idea de no volver a verte reflexionó sobre los orígenes de su oficio como escritora, su forma de entender la literatura y su relación con la cultura francesa. Fue estupendo. Contó que empezó a escribir cuentos de ratitas habladoras con cinco años y que no concibe cómo la gente puede vivir sin escribir. Ella no siente que la vocación le despertara nunca, porque desde que tiene uso de razón se recuerda ya escribiendo. De hecho, cuenta que, cuando volvió al colegio tras varios años en casa enferma de tuberculosis, entre los cinco y los nueve años, se sorprendió mucho al ver que el resto de niñas no jugaba como ella a escribir historias. 

En las obras de Rosa Montero hay una mezcla absoluta de géneros, en los que ella no cree, y también una relación resbaladiza entre la realidad y la ficción, porque no hace distingos entre ambas, ni en sus libros ni en la vida. Contó la autora que muchas veces cuando recuerda algo no sabe bien si lo ha vivido, se lo han contado, lo ha soñado, lo ha leído o lo ha escrito, y que cualquiera de esas opciones tiene el mismo valor para ella. Y, sin duda, así es como muchos nos relacionamos con la literatura, el cine o el teatro. Ni por un instante nos parecen menos reales las historias que leemos en un libro o vemos en un escenario que las que nos encontramos en eso que llamamos realidad. 

Del mismo modo que una no puede elegir lo que sueña, tampoco elige lo que escribe, afirmó Montero. Es bella esa imagen de las historias de las novelas surgiendo del mismo lugar en el que nacen los sueños. Por eso, la autora se mostró contraria a lo que se conoce como literatura comprometida. Dijo que es inevitable que, de una u otra forma, queden plasmadas en un libro las ideas de quien lo escribe, pero que no cree en las obra panfletarias, porque la literatura es hermana del sueño, territorio de absoluta libertad. Puso como ejemplo Ana Karenina, con la que León Tolstói buscaba escribir una novela reaccionaria que advirtiera de los riesgos del progreso y, con la literatura y su talento mediante, terminó escribiendo una obra con tintes feministas y con una poderosa mujer protagonista. Quizá por eso también la autora afirmó que no le sale escribe obras nítidamente autobiográficas. 

La charla, muy bien guiada por las inteligentes y precisas preguntas de Marie-Madeleine Rigopoulos (qué gusto encontrar periodistas culturales así), también giró en torno a la relación de la autora con la cultura francesa. Contó que la admiro desde niña y habló de su especial predilección por Proust. Confesó que no suele releer, pero que siempre termina volviendo a los tomos de En busca del tiempo perdido

Rosa Montero compartió alguna de las ideas que incluye en su fascinante último libro. Por ejemplo, el hecho de que el cerebro humano tarda treinta años en madurar, porque en un momento de la infancia y de la primera adolescencia en el cerebro hay una gran poda en las conexiones neuronales. De niños, de ahí la apabullante imaginación y creatividad infantil, hay muchas conexiones por todos lados en el cerebro, pero al madurar hay una poda, que tiene una razón evolutiva, existe para que el adulto se pueda centrar más en lo que necesita para sobrevivir. Pero hay personas en las que esa poda se da en mucha menor medida o no se da en absoluto. Son las personas creativas, las que tienen trastornos mentales, las que no distinguen bien, ni quieren, realidad y ficción. Concluyó el maravilloso diálogo con una pregunta de la periodista sobre si acaso esa inmadurez y esa locura no es otra forma de llamar a la libertad plena y absoluta, con lo que coincidió Rosa Montero. “Quisiera morirme siendo muy niña”, sentenció. 



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