Cuando pensaba que ningún libro iba a removerme y fascinarme tanto como La ridícula idea de no volver a verte, va Rosa Montero y escribe El peligro de estar cuerda, editada también por Seix Barral. Con su estilo ágil de siempre y su ligereza inteligente, bailando con las palabras, como cuenta la propia autora, en aquella obra reflexionaba sobre la pérdida de su pareja, a la vez que rememoraba la relación entre Marie Curie y su marido Pierre. Como todo libro sobre la muerte, en él Rosa Montero hablaba, sobre todo, de la vida. Esta vez, en El peligro de estar cuerda, explora la relación entre lo que llamamos locura y la creatividad. De nuevo, las vivencias de la autora aparecen trenzadas con otras historias, lecturas, anécdotas, pensamientos y recuerdos. Una vez más, Rosa Montero logra emocionar y zarandear al lector. Ahora que ya he recomendado o regalado La ridícula idea de no volver a verte a casi toda la gente que quiero, toca hacer lo propio con la nueva obra de la autora.
Rosa Montero maneja a la perfección el arte de la cita. Cuenta que este libro es el proyecto de su vida, que la salud mental siempre es algo que le ha obsesionado y que lleva años documentándose sobre lo que sabemos del funcionamiento del cerebro y también sobre la relación de otros artistas, sobre todo escritores y escritoras, con la locura. El libro es guía de lectura, memorias, ensayo, todo a la vez. La autora parte de la base de que lo verdaderamente raro es ser normal, de que la normalidad como tal no existe. “La realidad del mundo es una convención, es un espejismo tembloroso, es algo tan incierto que estoy convencida de que incluso las personas menos imaginativas intuyen que más allá de las paredes de sus casas se agazapa un abismo", escribe.
La escritora estima que en torno al 15% de la población tiene un cableado distinto en el cerebro y en ese grupo entran los artistas. Hay pasajes fascinantes en la obra, en la que Montero parece estar hablando directamente al lector, anticipándole el contenido que vendrá a continuación, con apelaciones directas, con una complicidad y una naturalidad asombrosas. Entre esas partes especialmente brillantes del libro destacan varias puramente científicamos, digamos, clínicas o de neurociencia. Por ejemplo, lo que cuenta del cortisol, la principal hormona del estrés, que puede alcanzar unas concentraciones excesivas y destruir las conexiones entre las neuronas del hipocampo, una parte del cerebro muy importante para la memoria, y del córtex prefrontal, que regula la voluntad de vivir e influye en la toma de decisiones. O esto otro que escribe sobre la obra del premio Nobel Enric Kandel, gracias al cual la autora cuenta que ha sabido que "en todas las alteraciones psiquiátricas hay un problema en el cableado, de modo que las sinapsis no se comunican de forma adecuada, entiendo mucho mejor el funcionamiento de mi cerebro”.
También es deslumbrante la idea de que el cerebro tarda en madurar. Según algunos estudios, no termina de formarse hasta después de los treinta años. En la adolescencia comienza una “profunda poda neuronal”, es decir, los neurotransmisores inhibidores de la corteza prefrontal apagan aquellas conexiones que no son claramente útiles para manejarse en la vida. En los enfermos mentales y, según la neurobióloga Mara Dierssen, también en los artistas, esa maduración cerebral no se produce. “Tengo una cabeza como de quince años. Muchos me parecen. En ocasiones diría que ando por los diez”, escribe la autora.
Además, “las personas creativas también tienen una mayor relación con el sistema límbico, es decir, las emociones: tienden a emocionarse más”. Menciona a las PAS, las personas altamente sensibles, personas muy reflexivas, casi obsesivas, con una emocionalidad y empatía muy amplias. La autora cita a Proust para afirmar que "la lamentable y magnífica familia de los nerviosos es la sal de la tierra". Son las personas que piensan que “una sola existencia, por muy grande y muy buena que sea, siempre será una especie de cárcel, una mutilación de las otras posibles realidades, de los otros individuos que pudimos ser”. En uno de los muchos hallazgos del libro, Rosa Montero los llama "yonquis de la intensidad".
Al hilo de esta necesidad de vivir emociones fuertes, de ir más allá de la realidad cotidiana, la autora menciona un término del escritor francés Romain Rolland, que desconocía, “momento oceánico”, que define como “esos instantes de aguda y trascendente intensidad, cuando tu yo se borra y la piel, frontera de tu ser, se desvanece, de manera que te parece sentir que las células de tu cuerpo se expenden y se fusionan con las demás partículas del universo”. Cuenta Rosa Montero que “durante unos segundos te sientes al borde de la revelación, a punto de entender el secreto del mundo”. Los japoneses llaman a este instante de presencia total satori. En esos instantes, añade, "la realidad se nos despega de los ojos y de las manos, como un decorado teatral barato y mal sujeto a los bastidores de madera del escenario”.
Pero el libro es mucho más. Hay historias de impostores, hay ficción (no sabemos en qué parte del libro, pero la autora reconoce que no todo lo que cuenta aquí es real) y hay, sobre todo, muchas y muy interesantes historias de artistas con alguna clase de problema de salud mental. Es deslumbrante el pasaje en el que cuenta la relación entre Sylvia Plath y Ted Hughes, por ejemplo. O la historia de la la de la escritora neozelandesa Janet Frame, a la que estuvieron a punto de hacer una lobotomía y que sólo se salvó de ello gracias a que su primer libro de cuentos ganó un premio. Invita a la reflexión la parte dedicada al suicidio, en la que leemos una muy lúcida frase de Albert Camus: "nadie se da cuenta de que algunas personas gastan una energía tremenda simplemente para ser normales”.
Entre esos muchos artistas que cita la autora está Doris Lessing, a la que Rosa Montero entrevistó para El País en 1997, una entrevista que incluye al final del libro. El final de la entrevista y del propio libro es espléndido, insuperable. La autora pregunta a Lessing por el paso de los años, por cómo lleva la vejez. Esto responde ella:
“-Ya le he dicho antes que para mí usted es una especie de exploradora. Por favor, dígame que también a esa edad hay momentos en los que la vida resulta hermosa.
-Yo nunca pensé que la vida fuera hermosa.
-Pues entonces dígame por lo menos que todavía se conserva la curiosidad, y la excitación de conocer cosas nuevas, y el placer de escribir...
-Sí, eso sí. Todo eso se mantiene aún intacto.”
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