Un dios salvaje

 

Igual que existen ya términos como googlear o tuitear (pese a que un iluminado ha decidido cambiar el nombre de la red social para llamarla X), va urgiendo adoptar el término "filminear" como la actividad de sumergirse en el catálogo de Filmin. La plataforma más cinéfila ofrece tantas opciones y tan variadas que, si se descuida, uno puede tirarse horas picoteando aquí y allí. No porque no dé con ninguna película que le atraiga, como ocurre a veces en otras plataformas, sino porque encuentra demasiadas. Así, en una de esas búsquedas recurrentes en Filmin, es como di con Un dios salvaje, la adaptación cinematográfica que Roman Polanski hizo de la obra teatral de Yasmina Reza en 2011, que me ha resultado muy atractiva.

La premisa es sencilla y, como en toda buena historia, se va enredando más y más hasta el desenlace. Los padres de un niño (Kate Winslet y Christoph Waltz) que ha agredido a otro con un palo acuden a la casa de los padres de éste (Jodie Foster y John C. Reilly) para resolver la cuestión de forma civilizada, como personas adultas. Por supuesto, nada sale exactamente cómo esperaban. 

Salvo un breve preámbulo en el que se ve precisamente la disputa de los dos niños y otro breve epílogo que vuelve al mismo parque, toda la película transcurre en el interior de una casa. La película es muy atractiva y sugerente gracias a las espléndidas interpretaciones de los cuatro protagonistas, sus diálogos afilados, su capacidad de contar mucho de los personajes a través de esa charla y la forma de interactuar entre ellos, y el modo en el que van cayendo las máscaras de personas civilizadas

En su ensayo Todo lo que era sólido, Antonio Muñoz Molina explica que la democracia es algo que se debe aprender, que debemos trabajar por adoptar una cultura democrática, porque no sale de forma natural respetar la opinión de alguien que defiende lo contrario a nosotros, ni tampoco buscar el acuerdo y ceder ante otro. Lo mismo se puede decir de vivir en sociedad. La situación que muestra Un dios salvaje es un ejemplo perfecto de cómo la actitud de buscar llegar a puntos de encuentro, entender a la otra parte y ser capaz de cambiar de opinión y ceder, es algo a lo que invita vivir en sociedad y ser civilizados, pero es algo que cuesta un esfuerzo, porque nuestra tendencia natural no es precisamente esa. 

Lo más interesante de la película, más allá del modo en el que todo se va desmadrando, es la sutil construcción de los personajes. Digamos que no hay héroes ni villanos, sino que más bien todos  salen mal parados, no hay ningún personaje que no abochorne en algún momento del filme. O, dicho de otro modo, todos son humanos. Por eso, la película plantea una reflexión muy atinada que igual dispara contra los adictos al trabajo como contra los bienpensantes de motivacionales frases de café, igual contra el cinismo de quien pasa de todo que contra posturas chupiguays del mundo de la piruleta. 

Un dios salvaje tiene bastante mala leche, arroja una mirada tirando a pesimista del ser humano y la sociedad. Lo que comienza como un encuentro civilizado para hablar de una pelea de chiquillos que se fue de madre termina descontrolándose y destapando problemas matrimoniales, disputas, guerras de sexo y de clase, prejuicios... Un cóctel bien cargado y bien reflexivo que parte de una anécdota, como en otras obras teatrales de Reza como la genial Arte, que hace unos años vi en el añorado Teatro Kamikaze con dirección de Miguel del Arco

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