Hasta siempre y gracias, Kamikaze

 

En su propio nombre llevaba El Pavón Teatro Kamikase su espíritu indómito, bastante inconsciente. Hace cinco años, a la aventura, con un punto de locura, Miguel del Arco, Israel Elejalde, Aitor Tejada y Jordi Buxó pusieron en pie el más ilusionante, inspirador y atrevido proyecto teatral que se recuerda en Madrid en muchos años. Hoy, 30 de enero de 2021, el telón bajará por última vez en el Kamikaze. El maldito coronavirus ha sido la puntilla para el teatro en el que el público sabía que podía confiar, porque hay teatros que son sólo (y no es poco) espacios que acogen todo tipo de obras, pero luego hay otros, imprescindibles de verdad, que son auténticos prescriptores, que tienen un fin, una misión, que abren debates y apelan a la sociedad, que retratan el presente, que remueven y emocionan, que invitan a la reflexión. El Kamikaze hacía todo eso. Vocación pública desde una iniciativa privada, a la que debemos mucha gratitud. 


Al Kamikaze se le ha elogiado mucho desde todos los sitios pero se le ha ayudado poco, o no lo suficiente. Recibió en 2017 el Premio Nacional de Teatro, pero las autoridades han dejado pasar mil y una oportunidades de echar una mano a ese espacio teatral que revitalizó un barrio y una ciudad entera, que subió al escenario cuestiones trascendentes de nuestra sociedad, que hizo una labor que desde luego no corresponde al teatro privado, porque siempre tuvo una vocación de trascendencia. Sí, recibió ayudas del Ministerio de Cultura, de la Comunidad de Madrid y del Ayuntamiento, pero no han sido suficientes para sobrevivir. No siguió caminos trazados el Kamizake, fiel a su nombre, ni se acobardó nunca. Nunca dejó de innovar, de acoger a creadores jóvenes, de despertar el amor al teatro en muchas personas, de poner en pie propuestas valientes y honestas. Si tuviera que elegir una de las que he disfrutado allí, y no es fácil, me quedaría con Hermanas, de Pascal Rambert, esa inmensa obra en la que Bárbara Lennie e Irene Escolar terminan extenuadas, igual que el público. Una de esas funciones imposibles de olvidar que sé que recordaré siempre por más que pasen los años. 

Nunca siguió el Kamikaze una lógica comercial pura (ni impura). Hay teatros que mantienen durante años en cartel una obra de éxito, porque funciona, porque saben que seguirán vendiendo entradas. No era el caso del Kamizake, consciente siempre de su vocación de ir más allá, de no acomodarse, de ofrecer una amplia variedad de obras, de miradas, de historias. Más de una vez han volado las entradas para algunas de sus funciones más míticas y nos hemos quedado sin poder verlas en el teatro. Pero siempre había una nueva propuesta atractiva. Insisto, el Kamikaze consiguió algo que pocos espacios logran. Si estrenaba algo, lo que fuera, se le presuponía la calidad, porque ese teatro tenía un sello propio, la garantía de que, al menos, la historia planteada ofrecería algo especial, diferente, que iba mucho más allá de su potencial comercial. 

No ha sido rentable en ningún momento el Kamikake. Porque su reino no fue de este mundo, porque hicieron desde la iniciativa privada una labor pública esencial, porque su apuesta no buscaba precisamente forrarse. Fue una apuesta romántica de unos enamorados del teatro que han vivido por y para este proyecto inolvidable durante cinco maravillosos años. Y, sin embargo, da mucha rabia y resulta muy triste que un proyecto tan inspirador y necesario no haya podido subsistir. Han dejado una llama encendida imposible de apagar en muchas personas y un ejemplo de valentía y de defensa del teatro importante, el que dice cosas de verdad, el que remueve al espectador. Su despedida es una pésima noticia, pero la esencia del Kamikake seguirá en sus creadores allá donde vayan, en los escenarios a los que les conduzca la vida, y también en los espectadores, los que tanto hemos aprendido en este oasis de la calle Embajadores. 

Esta mañana a las ocho hemos recibido el coreo electrónico que nunca querríamos haber leído, con un asunto que lo decía todo: La (pen)última función. Inspirador hasta el final el Kamikaze, ya que el correo es un canto de amor al teatro y a este proyecto cultural "que nos parecía materialmente inverosímil, pero absolutamente necesario". Termina el mail con una petición: "que sigáis acudiendo al teatro. A cualquier teatro. A todos los teatros. Allí es donde nos volveremos a ver, en otras butacas y en otros escenarios, para disfrutar de lo único y lo mejor que sabemos hacer". El placer, admirados kamikazes, ha sido nuestro. 

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