Mirarse de frente

 

La última edición de la Feria del Libro de Madrid, que lamentablemente terminó con polémica por la ubicación en una isla central del recorrido de algunas pequeñas editoriales que se vieron muy perjudicadas por ello, me sirvió para ampliar notable el montón de libros pendientes de leer. El primero que abrí, y eso que hay muchos y muy apetecibles entre esas lecturas que me aguardan, fue sin duda Mirarse de frente, de Vivian Gornick, editado por Sexto Piso, con traducción de Julia Osuna. Fue precisamente en la caseta de esta editorial donde me enteré de la existencia de esta obra, que por supuesto compré de inmediato, por lo mucho que me habían gustado Apegos feroces y La mujer singular y la ciudad. Al igual que en aquellas dos obras, los relatos autobiográficos incluidos en esta obra incluyen reflexiones, anécdotas y vivencias de la autora, con su admirable ligereza inteligente. 


El libro empieza con los recuerdos de la historia del encargo que recibió en el Village Voice: escribir un reportaje sobre “esas de la liberación de la mujer”. Era noviembre de 1970. “Al cabo de una semana ya era feminista conversa”, cuenta. Fue un instante clave en su vida. “Es un momento de alegría cuando un número bastante amplio de personas se sienten impulsadas a actuar por una explicación social de cómo han tomado forma sus vidas y se reúnen bajo un mismo techo en un mismo momento, hablando el mismo idioma, haciendo el mismo análisis, quedando una y otra vez en restaurantes, salones de lectura y pisos de Nueva York, por el mero placer de elaborar el discernimiento y repetir el análisis. Es la alegría de la política revolucionaria, y era la nuestra”, escribe. En los años 80, esa unión se resquebrajó, pero el compromiso feminista de la autora se mantuvo invariable. 

De joven, Gornick trabajó de camarera en un hotel de los montes Catskills a finales de los cincuenta, lo que le permite construir un relato por momentos divertido, pero bastante demoledor de los huéspedes del hotel y sus exigencias. También de los trabajadores. Hay pasajes de una gran belleza, como éste: “Una mañana a las siete, mientras iba de los barracones a la puerta de la cocina, me paré a oler el aire en medio del gran césped del hotel. El momento fue precioso: diáfano con sensual. Sepultado bajo el frescor de la mañana, acechaba el calor creciente que se iría extendiendo hora a hora por el erótico día estival. Sentí un pinchazo en el corazón. ¡Había otras formas de pasar el día! Otras vidas que vivir, otras personas que ser. Hice entonces lo que nunca se hacía: empecé a soñar despierta”.

Uno de los relatos más emotivos es en el que rinde homenaje a Rhoda Munk, a quien admiraba. Confiesa que se pasó los 20 años que la conoció  rechazándola y peleándose con ella mentalmente, pero que al conocer su muerte se percató de que “no había llegado a entender lo que Rhoda había supuesto para mí”. Le fascinó su libro Mujer y autoridad. “Desde el primer momento me dejé impresionar por su manera de estar en el mundo, me descolocaba para luego volver a atraerme y, cuando volvía a por más, sentía renovada la energía de la vida”, afirma. Es memorable el relato de una cena en su casa con amigos, en la que Rhoda se enfrenta a Kayman, “un comunista de la vieja escuela, un hombre que da por hecho que lo que él tiene que decir es siempre de un interés supino. Su vida está moldeada en torno a la convicción de que todos los que lo rodean son alumnos suyos (son siempre o bien más jóvenes, menos experimentados y menos inteligentes, o bien mujeres y niños, siendo estos dos últimos grupos categóricamente alumnos)”.

Al igual que en sus otros relatos, como ya quedó bien reflejado en La mujer singular y la ciudad, Gornick se muestra como una mujer muy sociable y que prefiere vivir en Nueva York antes que en cualquier otro sitio. Reconoce ser alérgica a la soledad. Explica, con honestidad, siempre dispuesta a hacer autocrítica, a reconocer sus contradicciones y sus cambios de opinión, que desde que escribió el artículo Vivir sola, contra el matrimonio, hasta que años después, compartió casa con otra profesora que fue a dar clase un trimestre a una universidad del sur, igual que ella y sintió alivio al contar con ella, su visión sobre la soledad cambió. 

En parte, Gornick añora un tiempo pasado que no volverá, como cuando reflexiona sobre las cartas que el jefe de su madre le escribía, alargando conversaciones que tenían en el trabajo, y cómo ahora las cartas han sido sustituidas por llamadas de teléfono (eso, cuando escribió este relato, porque ahora habría que hablar más bien de WhatsApp o similares).La autora cuenta que John Bayley cita un poema de Philip Larkin que recrea “un mundo donde las cartas se recibían con avidez y se entregaban con fidelidad, donde el teléfono era un medio de comunicación costoso y bárbaro y se confiaba en las cartas para combatir los padecimientos de la existencia”. Ahora y siempre, para eso mismo, combatir los padecimientos de la existencia, nos queda la literatura y, a algunos como a Gornick, los paseos sin rumbo por las grandes ciudades como Nueva York, cuando la autora siente que “la vida rebosa sin miramientos ni condiciones". 

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