La mujer singular y la ciudad

La mujer singular es Vivian Gornick, la ciudad es Nueva York y el libro, editado por Sexto Piso, es una delicia empezando por su título. Continuador del portentoso Apegos feroces, igual que en aquel libro importa mucho más que lo que cuenta la autora, cómo lo cuenta. No hay orden aparente, ni trama, ni historia. Ni falta que hace. Es un paseo por la ciudad, una sucesión de reflexiones y anécdotas pequeñas, que son las que hacen grande la vida. Un libro que desborda sensibilidad y talento literario, inconformismo y ternura, ironía y delicadeza. Un ejemplo magistral de esa ligereza inteligente que tan sencilla puede parecer al leerla, pero que tan complicado es alcanzar escribiendo. Una obra extraordinaria, que concentra en sus 135 páginas todas las virtudes de la gran literatura, el poder de la palabra, la belleza de contar historias, no importa cuáles ni su trascendencia. 


Hay en el libro multitud de referencias a novelas, obras de teatro, noches de ópera y música. Me interesa todo lo que cuenta, lo conozca o no, porque lo fascinante de verdad no es lo que cuenta sino la mirada de la autora, su forma de estar en el mundo que impregna cada encuentro, cada paseo, cada conversación cada pequeña historia de este libro. Si en Apegos feroces el hilo conductor del libro era la relación de la autora con su madre, aquí el actor secundario con más peso en la historia es Leonard, amigo íntimo de Gornick, con quien comparte una cierta sensibilidad, una cierta forma de entender la vida. 

Entre las muchas citas que incluye el libro, las hay magníficas sobre la amistad. De entre todas, me quedo con esta, de Ralph Waldo Emerson: "todos los hombres en soledad son sinceros. En cuanto entra en escena un segundo, comienza la hipocresía (...). Un amigo, por lo tanto, es una especie de paradoja de la naturaleza". 

Más aún que la amistad, lo más significativo de la obra es la relación de la autora con Nueva York, a la que ama y odia a partes iguales, a la que necesita, en definitiva. Relata paseos, escenas de la ciudad, frases sueltas cazadas por la calle. Necesita la ciudad, sí, para espantar la soledad. "Nunca me sentía menos sola que cuando estaba sola en una calle abarrotada", leemos en un pasaje de la novela. Se podría decir que Gornick piensa de la ciudad neoyorquina lo que Samuel Johnson pensaba de Londres en la década de 1740, cuando paseaba por sus calles para curarse de una depresión crónica: "cuando un hombre se cansa de Londres, es que se ha cansado de la vida". 

En esta misma línea, la autora también cita unos versos de Frank O'Hara: "No soy capaz de disfrutar siquiera de una brizna de hierba a menos que sepa que hay una boca de metro a mano, una tienda de discos o cualquier otra señal de que la gente no rechaza la vida". 

Adopta la autora el rol del flâneur, creada por Baudelaire, que define como "la persona que pasea sin rumbo por las calles de las grandes ciudades en deliberado contraste con la actividad apresurada y decidida de la multitud". Con esa mirada, la autora cuenta conversaciones fugaces con desconocidos, capta escenas que le conmueven, que le alegran el día. Afirma Gornick que no puede prescindir de las voces de Nueva York. "En muchas ciudades del mundo, la población está asentada sobre siglos de callejones adoquinados, iglesias en ruinas, reliquias arquitectónicas que nunca han sido excavadas, sólo apiladas unas sobre otras. Si has crecido en Nueva York, tu vida es una arqueología no de estructuras, sino de voces, que también se apilan unas sobres otras, y que tampoco se reemplazan unas a otras". Lo dicho, La mujer singular y la ciudad es un libro extraordinario. 

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