Irene y el aire

 

Escribió Hemingway que “hay mucha más gente que explica que buenos escritores”. Recordé esta frase al leer Irene y el aire, la esperadísima novela de Alberto Olmos, en la que el autor vuelve a dejar claro que él forma parte de la segunda categoría. Por encima de cualquier otra consideración, Alberto Olmos es un enorme escritor. Se esté o no de acuerdo con lo que escribe. Se haya vivido o no algo parecido a lo que él relata. Olmos es un escritor extraordinario. Lo es en sus relatos, como los reunidos en Guardar las formas; lo es en sus novelas, como en El estatus o Ejército enemigo, y lo es en sus artículos de opinión en El Confidencial.


Es Alberto Olmos de esos escritores que buscan la palabra precisa, la frase perfecta. De los que saben que las palabras son su herramienta de trabajo y no les vale cualquiera. Con su ironía habitual y su estilo cuidado, incluso cuando parece casual y ligero, o especialmente entonces, en Irene y el aire relata el nacimiento de su hija, desde que su pareja y él saben del embarazo hasta el momento en el que todo termina, es decir, en el que todo empieza de verdad. No cae en la solemnidad excesiva, tan tentadora, imagino, al escribir de la paternidad. Hay algunas frases muy sonoras, de esas que vienen con mucho eco, pero en unas cuantas ese eco es de carcajadas.

Como hacen los buenos escritores, los que no se limitan a explicar, elabora con mimo los comienzos, siempre redondos. El de esta novela no queda atrás:una semana antes fuimos a una fiesta. Era ya una fiesta de ir para nada, para cumplir, para despedirse de todas las fiestas. Estaban embarazados. Le sucede después un hilarante pasaje en el que cuenta las ocho horas que pasaron en Ikea buscando muebles. Ya sólo por esas páginas, vale la pena el libro. “Aquel hombre nos iba desvelando poco a poco y con eficaz sadismo las condiciones de transporte de Ikea”, leemos. 

Antes de la llegada de su hija había que tomar, claro, decisiones importantes. La más crucial, ponerle nombre. “Mientras llegaba, nuestra única obligación verdadera era ponerle un nombre, como esos historiadores que acuñan guerras y épocas o esos climatólogos que bautizan huracanes. Qué nombre le íbamos a poner al desastre, a la vida”, leemos. Pero también había que decidir de qué forma venía al mundo, si a la manera tradicional o en hospitales con corrientes más alternativas, defensores, por ejemplo, del piel con piel. Eso da lugar a pasajes memorables también. 

La parte final del libro, la más emocionante, la más angustiosa, por momentos, narra propiamente el parto, donde nada salió exactamente como se esperaba. También ahí es especialmente brillante la prosa del autor. Los dolores. La sangre. La llegada a Urgencias. El pasillo interminable. Los cables. Las máquinas. Las enfermeras. La espera. Y, finalmente, la vida.Hay algo en urgencias que se asemeja al momento crítico de una fiesta, de una noche de fiesta, de toda la madrugada recorriendo bares. Es la evasión. Fuera de la fiesta, no hay nada; fuera de las urgencias, tampoco”, cuenta. 

Como decía arriba, Alberto Olmos en un gran escritor en todo lo que escribe, porque esa voluntad de elegir siempre la palabra adecuada, la metáfora precisa, la provocación al punto, está en todo su esplendor en sus artículos semanales. Pero echaba en falta leer su prosa con más extensión, en una novela que tiene de ficción lo que tiene la propia vida, es decir, imagino que bastante, porque todo es como nos lo contamos y no tanto como sucedió. Esto no lo digo yo, claro, lo dice el propio autor, en otro de esos pasajes que es imposible no anotar, cuando escribe sobre los mensajes tranquilizadores que enviaba a su familia mientras en el hospital, a la espera de Irene, había de todo menos calma:Había un extraño placer en mentir sobre nuestra situación, que era de alteración constante, como si teclear palabras de sosiego no tuviera como objeto sosegar a padres y madres, sino corregir el relato de la vida. Al final sólo ha pasado lo que uno escribe que ha pasado”.

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