Sabotaje

Generalmente, la tercera temporada suele ser clave para las series . Las hay que no llegan nunca hasta tan lejos, claro, y las que ya decepcionaron en la segunda tanda de episodios, pero entre las que mantienen su interés hasta esa altura, la tercera temporada es siempre una prueba de fuego. Porque la novedad ha desaparecido ya, no existe el factor sorpresa, es más difícil innovar y darle nuevos sentidos a la trama. Acechan al espectador el aburrimiento y la sensación de estar viendo algo que ya se ha visto. No pocas series naufragan en la tercera temporada, incapaces de mantener el nivel de los capítulos anteriores. A la serie de novelas de Pérez-Reverte sobre Falcó, el espía sin principios que trabaja para el bando nacional en la Guerra Civil española, no le ocurre eso en su tercer libro, Sabotaje. Es más, creo que es el mejor de los tres.


Leer esta tercera obra de la saga justo después de haber terminado Eva, la segunda de la serie, me ha hecho disfrutarla todavía más. Ya al final de aquel libro, se aventura la próxima misión que le encargará el Almirante a Falcó. Al comienzo de Sabotaje, el espía se encuentra en San Sebastián, donde recibirá un nuevo encargo: impedir que el Guernica que está pintando Pablo Picasso por encargo de la República llegue a la Exposición Universal de París de 1937. También tendrá que debilitar los apoyos internacionales con los que cuenta la República.

El autor recrea con su milimétrica precisión de siempre el París de aquel tiempo. Se introduce, de la mano de Falcó y su sonrisa de galán canalla, en los círculos bohemios de la ciudad francesa, cuna de artistas. Naturalmente, la mirada de Pérez-Reverte, es decir, de Falcó, es más bien crítica, desde luego, nada condescendiente ni nostálgica del glamour parisino de la época. No deja de mostrar el autor ciertas incoherencias de la élite cultural de aquel tiempo. Incluso se permite ridiculizar y hasta agredir a Ernest Hemingway. El cinismo de Falcó y su falta absoluta de principios le permite al autor juguetear a ser provocador. Falcó vuelve a decir en esta obra lo que ya le leímos en otras anteriores, que él no conoce de bandos, que su único bando es él mismo, nada más.

El espía sigue exactamente igual que en los libros anteriores: mujeriego, cínico, manipulador, violento, frío y sin remordimientos a la hora de matar. Pero quizá en esta novela se le ve algo más sentimental. En las dos anteriores, su única debilidad es Eva, la espía soviética con la que mantuvo una intensa relación en las dos aventuras anteriores, a la que amó, aunque no lo reconociera, esa mujer fuerte y admirable en muchos sentidos. Aquí se reencuentra con amistades pasadas, desempolva viejas lealtades. Y también le leemos, por cierto, un párrafo que matiza bastante su misoginia, cuando, reflexionando sobre las mujeres, afirma: “y quizá las supervivientes, las que viesen amanecer tras la noche negra que se extendía por Europa y el mundo viejo, fuesen la verdadera raza superior, después de todo. El futuro”.

Falcó siempre estuvo alejado por completo del conservadurismo de sacristía del bando nacional, al que sirve como podría servir a cualquier otro. Aquí se le va más que nunca al margen, de otro mundo, sólo que ya instalado en un nihilismo absoluto, ya debiéndose sólo a unas pocas lealtades y amistades, nada más, sin compromiso alguno en un mundo que da por perdido. La aventura de Falcó en París, no exenta de acción, es fiel a este personaje con el que tanto parece divertirse escribiendo Pérez-Reverte y que tanto divierte y entretiene a los lectores. Un ejemplo más, en fin, del oficio y el colosal pulso narrativo del autor. Esperamos ya con ansia la cuarta entrega de la saga, que está en plena forma y que posiblemente tiene una larga vida por delante.

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