Algún día este país será mío

¿Puede llegar a romperse una amistad por la política, no entendida como afiliación o simpatía por un partido concreto sino como forma de ver el mundo? Es una de las preguntas que surgen al leer Algún día este país será mío, del escritor peruano Sergio Galarza. La novela combina dos tiempos. El presente narrativo, en el que un escritor peruano que se gana la vida como empleado de una librería en Madrid salda por escrito las cuentas pendientes  con un amigo con el que rompió hace años, que es alto dirigente político en el Perú de Fujimori, y el pasado, en el que ambos se conocieron y compartieron una amistad algo tóxica, que se quebró.

La obra, según leemos en uno de los pasajes del libro, es el relato de una amistad improbable. De jóvenes, los dos comparten aficiones, la mayoría, no del todo saludables. Pero de mayores, les separa la política. No pretendo simplificar la historia, por supuesto. No es que el protagonista de la obra rompa con su amigo porque vote a otro partido, es que su esquema mental, toda su escala de valores, choca frontalmente con la de él. El libro, que aborda muchas cuestiones pese a su reducida extensión, plantea al lector la cuestión de hasta qué punto es incompatible una diferencia política y social abismal con una amistad. Porque en esta obra el narrador deja claro que no puede ser amigo de quien defiende determinados postulados o tiene determinadas prácticas.


Pero, insisto, no quiero simplificar la historia de la novela, que compré en mi último viaje a Lima, buscando novedades literarias de Perú. La visión de aquel país que se muestra en la obra es extraordinariamente crítica. El narrador recuerda su juventud con su amigo, ahora alto jerarca político. Lo que muestra es un periodo de drogas y perdición, de falta de expectativas, de acoso escolar, de machismo, de masculinidades tóxicas. Este último es uno de los puntos fuertes de la obra, cómo el narrador, ese escritor afincando en Madrid, habla del machismo de entonces y del que aún mantiene, involuntariamente. Reflexiona sobre sus actitudes de acoso, que entonces no veía así, que tanto blanqueaba. Y también sobre los comentarios machistas y homófobos que caracterizaban al grupo de amigos en su juventud.

La vida va distanciando a los dos amigos, que en realidad no compartían más que sus gustos musicales, su afición por el fútbol y sus noches de juergas desenfadas con sexo y prostitutas, en las que se consideraba a la mujer como a un trozo de carne. La política, de nuevo, no se presenta aquí como la simpatía por este o aquel partido, sino como una forma de ver la vida, una visión global de todo lo que nos rodea. Escribe el narrador, reprochándole a su examigo, todo lo que le disgusta de él, de su forma de ver el mundo. Las disputas sobre política no son tales, son en realidad auténticos choques frontales de dos maneras de vivir. La novela deja un mensaje claro: todo es política.

Por supuesto, el lector reflexiona y se plantea si actuaría igual ante un amigo así. Porque rodearse sólo de personas que piensan igual que uno no parece el mejor modo de buscar la pluralidad ni de cuestionarse los propios planteamientos. Y, sobre todo, porque aquello que se comparte con un amigo (determinadas afinidades, la preocupación real por cuestiones del día a día) está por encima de a quién se vota o a qué manifestación se acude. Pero aquí, para el narrador, el hecho de que su examigo cambie las manifestaciones revolucionarias de la juventud por las marchas conservadoras contra el aborto, por ejemplo, es algo insuperable, una línea roja a su amistad.

Lo que descubre el narrador de esta obra es que en realidad vive en un planeta distinto al de su amigo. Pertenecen a mundos diferentes. No es una cuestión de dinero o de ideología. Es algo que va más allá. Siente que no comparte nada con él, que hablan idiomas distintos. “Tú eres de los que creen que si se tiene dinero ser de izquierdas es una contradicción moral, que para abogar por los derechos de los pobres hay que ser pobre”, le espeta a su examigo. “Creo que asumes que vivir preguntándose por qué cuesta tanto ser consecuente es un infierno mental, y que soy un enfermo por hacerlo”, leemos en otro pasaje.

La novela, en fin, reconstruye el pasado en el que se forjó esa amistad (“el pasado necesita ser verdadero y no una invención de la nostalgia”), en Lima, que el autor define así: “la ciudad que nos había visto crecer y destruirnos”. El estilo ágil de la novela, aunque con alguna metáfora gastada  y demasiado repetida, como la del disco duro de la memoria, regala sentencias memorables, de las que se subrayan tras releerlas un par de veces, como “todas las pasiones son virus que matan una parte de nuestro razonamiento” o “la felicidad es esa pérdida de conciencia que nos ubica lejos de las injusticias y de cualquier compromiso nacido de la verdad”. En definitiva, Algún día este país será mío es una novela radicalmente política que da que pensar y está muy bien escrita, dos de las mejores cosas que se pueden decir de un libro.

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