Dijo Lorca que “Granada es apta para el sueño y el ensueño, por todas partes limita con lo inefable”, así que era inevitable que, antes o después, los premios Goya llegaran a la ciudad de la Alhambra. Porque el buen cine, en efecto, es tan inefable, tan imposible de explicar con palabras, como la belleza apabullante de Granada. O, como dijo Salva Reina al recoger muy emocionado el primer Goya de la noche, porque todo es posible en Granada. Hasta que dos filmes compartan el Goya a mejor película. La gran vencedora de la larga noche (casi cuatro horas de gala) fue El 47, de Marcel Barrena, con cinco premios, uno de ellos, el de mejor película, compartido ex aequo con La infiltrada, de Arantxa Echevarría. Lo nunca visto. Es un hecho insólito en los Goya, porque es muy difícil que dos películas tengan exactamente el mismo número de votos, pero lógicamente es algo que puede pasar, ya que los Goya se otorgan por votación de las personas que componen la Academia. Sólo había ocurrido algo así en 1991, en la categoría de cortometrajes.
Mas allá del hecho inusual de que dos películas compartieran el Goya principal, anoche más de diez producciones se llevaron al menos un cabezón a casa, lo cual sirve de reconocimiento del elevado nivel de la cosecha del cine español del año pasado. No hubo grandes concentraciones de premios en un único trabajo, lo que demuestra que los académicos no lo tuvieron nada fácil por la alta calidad media de las producciones. Las dos películas que ganaron en la categoría reina comparten que se basan en historias reales del pasado reciente de nuestro país y que han conectado muy bien con el público, con muy buenas taquillas. Las dos son grandes películas, siendo mujer distintas. El 47, como ejemplo de cine social comprometido, y La infiltrada, como thriller trepidante que narra como nunca antes la lucha contra el terrorismo etarra. La película de Arantxa Echevarría hizo honor a su nombre, porque cuando se llegó a los premios finales no había logrado ninguna estatuilla, pero Carolina Yuste, reconocida como mejor actriz por su portentosa interpretación, y el Goya a mejor película compartido con El 47 le terminaron dando la vuelta a la noche. Por cierto, me encantó lo que le dijo Echevarría a sus compañeros de película nominados que no se llevaron estatuilla: recordad que no hemos perdido, han ganado otros.
Por su parte, la película sobre el ejemplo de resistencia y unidad vecinal del barrio barcelonés de Torre Baró también se llevó los Goya a mejor actor de reparto (Salva Reina), actriz de reparto (Clara Segura), efectos especiales y dirección de producción.
Antes de seguir con esta crónica, una obviedad. Los premios no importan demasiado, aunque nos encanten. Qué horrible sería la vida si sólo nos gustaran las cosas que importan. Es obvio que no tiene el menor sentido poner a competir unas películas con otras. Hay quien sigue la temporada de premios con cierto forofismo, tomándoselo un poco demasiado a pecho. Yo he estado ahí, pero, quizá sea por la edad, hace ya muchos años que tengo claro que los Goya van de celebrar el cine y pasar un buen rato. Nada más. Y nada menos. Una película no es mejor o peor en función del número de premios que ha ganado o ha dejado de ganar. Además ocurre que este año, en en que había visto todas las nominadas, tenía bastante claro que me haría feliz ganara quien ganara, porque todas ellas son buenas películas, cada una en su estilo. Así que celebré que fuera una noche con los premios bastante repartidos.
Tres Goyas se llevaron Segundo premio (dirección para Isaki Lacuesta y Pol Rodríguez, sonido y montaje) y La habitación de al lado, de un ausente Pedro Almodóvar. El primer filme en inglés del director manchego ganó en las categorías de fotografía (sin duda, de lo más hermoso de la película), música original (Alberto Iglesias, para cumplir la tradición y ganar su duodécimo Goya) y mejor guión adaptado (que recogió Agustín Almodóvar en nombre de su hermano). Dos estatuillas se llevaron La virgen roja (diseño de vestuario y dirección de arte), La estrella azul: (Pepe Lorente como actor revelación y Javier Macipe, quien hizo el mejor discurso de la noche en forma de milonga argentina, en la categoría de dirección novel), Marco (maquillaje y peluquería y actor protagonista para Eduard Fernández, quizá el premio más cantado de la noche, hasta el punto de que fue su hija, Greta Fernández, quien lo entregó junto a José María Pou) y La guitarra flamenca de Yerai Cortés, del documental de Antón Álvarez (barra C. Tangana, barra Pucho), que ganó el Goya a mejor canción original, compuesta por el director, el guitarrista protagonista del documental y La Tania, y también el de mejor documental.
Por su parte, Casa en llamas se llevó el Goya a mejor guión original, con el que Eduard Sola completa un pleno en la temporada de premios. Esta vez su discurso, de nuevo precioso, estuvo dedicado a las madres. También ganaron un Goya Salve María, el de actriz revelación para Laura Weissmahr; Mariposas negras, reconocida como mejor película de animación; Semillas de Kivu, de Carlos Valle y Néstor López, mejor corto documental que narra el impacto de la guerra y la codicia en el Congo; La gran obra, de Álex Lora, una gran pequeña película sobre los prejuicios y el clasismo como mejor corto de ficción; la brasileña Ainda estou aqui, como mejor película iberoamericana, y la francesa Emilia Pérez como mejor película europea. Este último premio, claro, tenía cierto morbo tras la polémica por los tuits ofensivos de su actriz protagonista, Karla Sofía Gascón. “Ante el odio y el escarnio, más cine y más cultura”, dijeron los representantes de la película que recogieron el premio, quienes nombraron expresamente a la actriz. Sin embargo, no estuvo invitada a la gala.
En lo musical, porque la gala de los Goya es cada año más una gala musical (lo cual contribuye a su excesiva duración), la actuación más memorables fue la de los hermanos Soleá, Estrella y Kiki Morente en la Alhambra, en homenaje a Lorca. Desde ya, uno de los momentos míticos de la historia de los Goya, un instante perfecto de belleza sublime. Luego, ya desde el Palacio de Congresos de Granada, Dellafuente y Lola Índigo, cada uno en su estilo, siguieron con el homenaje al inmortal poeta granadino con sendas versiones de Verde que te quiero verde. También fue un momentazo el inicio con Bienvenidos, interpretada con una letra renovada para la ocasión por varios los actores nominados, antes de la impresionante salida de Eva Amaral y Juan Aguirre, primero, y de Miguel Ríos, después. También fue estupenda la versión de El amor, de Massiel, que hizo propia con fuerza y derroche de personalidad, como todo lo que hace, Rigoberta Bandini. Me hizo ilusión ver al violinista Marino Sáiz acompañando, junto a otros músicos, a Alejandro Sanz en su interpretación de Abre la puerta.
En lo relativo a la gala en sí, tristemente lo primero que se debe decir es que fue demasiado larga. Comenzó poco después de las diez de la noche y terminó a eso de las dos menos veinte. Excesivo a todas luces. Maribel Verdú y Leonor Watling cumplieron con nota como presentadoras. Defendieron con carisma y soltura el buen guión de Paloma Rando y Laura Márquez. La gala tuvo indudables aciertos, como que el premio a mejor actriz de reparto lo presentaran ganadoras del mismo premio en años anteriores o cuando las presentadoras de la gala hablaron en medio de la platea sobre los 20 años de Mar adentro, homenajeada anoche. Pero fue demasiado larga y no tengo claro cuánta gente seguía despierta cuando se dio el gran giro de guión de la noche con el Goya ex aequo.
El público, un año más, acompañó. La gala tuvo la mejor cuota de audiencia en cinco años (un share del 24,4%), sí que la cifra de espectadores fue la más baja desde 2006, con 2,3 millones. En cualquier caso, fue líder indiscutible
En una gala con pocas menciones a la política, ninguna en el guión, de hecho, uno de los temas que más se aparecieron en los discursos fue el drama de la inmigración. En algunos casos, por la propia temática de los trabajos premiados, como Cafuné, ganadora a mejor corto de animación, que es una historia preciosa de Lorena Ares y Carlos Fernández de Vigo, que narra la acogida a una niña que a punto estuvo de perder la vida en el naufragio de una patera en la que viajaba con su familia en busca de una vida mejor. La protagonista forma parte de esos menores a los que algunos retrógrados llaman de forma despectiva menas.
Hubo varias menciones en los discursos contra la repugnante política del miedo y el racismo que campa a sus anchas. Richard Gere, Goya internacional, pidió estar alerta contra las políticas de la separación y el odio, empezando por el presidente estadounidense. Citó expresamente a la ONG Open Arms. “Ningún ser humano es ilegal”, recordó Salva Reina. También se acordó de las personas inmigrantes su compañera de reparto en El 47 Clara Segura.
Aitana Sánchez Gijón, la mujer más joven en recibir el Goya de honor, incluyó una breve mención al momento político que vivimos. Citó a Marisa Paredes para decir que no se debe temer a la cultura, sino a la ignorancia, y también a los nuevos imperialismos y las limpiezas étnicas. La entrega de este premio fue uno de los momentos más emotivos de la noche. Se emocionó mucho al presentarlo Maribel Verdú, amiga de Sánchez Gijón desde hace cuarenta años. La actriz hizo un discurso espléndido con una dicción y una emoción perfectas en el que defendió el oficio de la interpretación porque le permite habitar vidas ajenas y desentrañar sus misterios. Se reconoció afortunada, por formar parte del exiguo porcentaje de intérpretes que pueden vivir de su trabajo, y contó que ama tanto esta profesión que disfruta más el trabajo de sus compañeros que el suyo propio. Y de eso, en realidad, van también los Goya. De que los profesionales del cine celebren los trabajos de sus compañeros de profesión. Si ya consiguen hacerlo en un poco menos de tiempo, miel sobre hojuelas. En cualquier caso, por supuesto, los más fieles ahí seguiremos cada año, puntuales a la cita de los Goya.
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