Confieso que no suelo recordar los finales de las películas. Es más, no comparto esa aversión a los spoilers. Rara vez me preocupa especialmente cómo termina un filme. Valoro mucho más el camino hasta llegar al desenlace, el tono de la película, lo que cuenta, los diálogos, lo que te hace sentir. El final, vale, bien, tiene su papel, pero nunca le concedo excesiva importancia. Pasado el tiempo, de hecho, es mucho más fácil que recuerde diálogos sueltos de una producción que su final. Suelo olvidar los finales de la mayoría de las películas. Algo me dice que no me pasará lo mismo con Casa en llamas, la excepcional película de Dani de la Orden con guion de Eduard Solá, que es impecable de inicio a fin, y cuyo desenlace, portentoso, es de esos que no se olvidan.
El final redondea la película y le da una hondura mayor y un sentido diferente a lo visto hasta ese desenlace. Porque, hasta entonces, hemos visto un tipo de película, maravillosa, ácida, muy madura, pero con el final alcanza un vuelo y un nivel todavía mayor, que le da otro sentido a lo visto hasta ese momento. Es, además, un final en el que la extraordinaria Emma Vilarasua redondea una de esas interpretaciones colosales sólo al alcance de las más grandes actrices. Casi la primera escena de la película muestra ya lo fuerte que va a jugar el filme y el nivel soberbio de su actriz protagonista. La última es sencillamente sublime.
La película, que triunfó en las salas de cine y que hace unas semanas ha llegado a Netflix, hace un retrato crudo y mordaz de una familia de la burguesía catalana con no pocos problemas, nada bien avenida, y con unos cuantos secretos bajo la alfombra. La matriarca de la familia reúne a sus hijos y a su exmarido en la casa familiar de la Costa Brava para venderla. Ella echa de menos a sus hijos. Aparece como una mujer más bien manipuladora, mientras que su hijo (Enric Auquer) es un narcisista infantil que se dedica a hacer música, o algo así, y que acude al encuentro con su pareja, una magnífica Macarena García. Por su parte, la hija, a quien da vida María Rodríguez Soto, acude con su marido (José Pérez-Ocaña) y con sus hijas. Ella está bastante al límite, llena de estrés y ansiedad. Por si faltaba alguien, también acude al fin de semana el exmarido (Alberto San Juan), que fue un padre ausente y ahora sale con la que fue su terapeuta (Clara Segura), también presente.
Se trata de una película coral en la que todo el elenco rinde a un altísimo nivel. Todos ellos encarnan a la perfección a unos personajes complejos, que no son ridiculizados en ningún momento, y que arrastran sus miserias, sus vulnerabilidades, sus sentimientos y sus apegos feroces, como en el libro de Vivian Gornick. No estamos, en absoluto, ante una película que busque ridiculizar o hacer chanza de una determinada clase social o de un tipo de familia muy reconocible. Es algo más complejo y más valioso.
La película es comedia, sí, pero no es sólo comedia. Habla de la maternidad, de la importancia (y la dificultad) de amar bien, de las dependencias emocionales, de la madurez (y la falta de ella) y, sobre todo, de la familia. La familia, ese gran tema, el tema por excelencia, porque todos tenemos una. La familia y sus taras, sus amores, sus riñas, sus complejidades. Transita bien del drama a la comedia la película, de situaciones emotivas a otras hilarantes. Es una película sensacional con un desenlace sublime y, por si fuera poco, con la excelente Captatio benevolentaie, de Manel, como banda sonora. Quién da más.
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