Érase una vez en Euskadi

 

La primera decisión que debe tomarse a la hora de contar una historia, y posiblemente la más importante, es el punto de vista desde el que se contará, porque lo condiciona todo. Érase una vez en Euskadi, el primer largometraje de Manu Gómez, que se estrenó en 2021 y ahora puede verse en Netflix, es por momentos algo irregular, pero precisamente lo más interesante de la historia es el lugar desde el que decide contarla. Los protagonistas del filme son cuatro niños de familias de emigrantes andaluces en el Euskadi de los años 80. Es un enfoque original, no tanto por lo que tiene de filme de exploración del mundo desde una mirada infantil, que es un género en sí mismo, sino por la decisión de centrarse en estas familias que tuvieron que emigrar lejos de casa en busca de trabajo y que intentan integrarse en la sociedad que los acoge, una sociedad, en este caso, marcada por el terrorismo de ETA. 

Hitchcock, que era bastante cascarrabias, dijo aquello de que no había que trabajar en el cine ni con animales ni con niños. Desafiando al maestro, en Érase una vez en Euskadi aparece un perro y, sobre todo, el gran protagonismo de la cinta lo asumen cuatro niños que bordan sus interpretaciones, en especial, Aitor Calderón en el papel de Toni, un niño que vive con su hermano mayor, adicto a las drogas (Aarón Piper) y con su madre, que se desentiende bastante de ellos. Los otros tres miembros de la pandilla son Marcos (Asier Flores, a quien vimos en Dolor y gloria), que es un niño que sueña con ser ciclista; Paquito (Miguel Rivera), que vive enamorado de su peluquera y sufre el rigor de sus padres; y José Antonio (Hugo García), que admira a su hermano Félix (Jon González), quien a su vez acude a todas las manifestaciones de la izquierda abertzale. El reparto se completa con intérpretes de primer nivel que siempre son garantía de calidad como Luis Callejo, Marian Álvarez, Vicente Vergara, Vicente Romero, Pilar Gómez o Ruth Díaz

Aunque el filme, ya digo, es algo irregular, la recreación de aquel tiempo y el punto de vista adoptado son realmente interesantes. Los padres de los cuatro chavales, la mayoría procedentes de Andalucía, buscan adaptarse en ese pueblo de Euskadi. Por ejemplo, intentando aprender euskera escuchando la radio en ese idioma. El desempleo, la irrupción de las drogas en aquella época, la maldita epidemia del sida... Son problemas de la España de los años 80, a los que se suma en este caso la anómala convivencia con la violencia etarra y el fanatismo político de quienes no toleran a quien piensa diferente, los homenajes a los asesinos o las pintadas a favor de la banda criminal que tanto dolor causó. 

Ya desde su título, como de cuento, y desde el primer plano, con una canción que desentona de forma deliberada con las imágenes que vemos de fondo, la película juega a mostrar ese brutal contraste entre el mundo de los juegos infantiles y la áspera y gris realidad que rodea a sus cuatro protagonistas. Casi nada más empezar la película hay una conversación entre los cuatro niños en la que hablan de las manifestaciones del entorno de ETA o de qué se hace para entrar en la banda. En las paredes de la nave abandonada donde juegan los cuatro chavales conviven pintadas en favor de ETA con pintadas de declaraciones de amor eterno con dos nombres unidos por un corazón, tan propias de esa intensidad del primer amor platónico en la infancia. 

Me gusta especialmente, aunque sé que puede sonar un poco frívolo ante la gravedad de los temas mostrados, cómo aparece el ciclismo en la pantalla. Yo, que soy un loco de este deporte, no recuerdo haber visto nunca antes en la pantalla a un niño que tiene empapelado su cuarto con pósteres de los ciclistas de la época, como Perico Delgado, y que corre cada sábado una carrera infantil por distintos pueblos de la zona. Esa historia me gusta mucho, por motivos obvios, aunque su final me convence bastante menos. En general, creo que la película se desinfla algo en su tramo final y toma un camino un tanto convencional y excesivamente dramático y lúgubre, aunque de algún modo es una forma brusca de mostrar cómo los niños pierden la inocencia de su infancia de golpe y se enfrentan a la pérdida. Érase una vez en Euskadi, ya digo, no es una película perfecta, pero cuenta una historia pocas veces vista antes en la pantalla desde un ángulo original y eso siempre es algo bienvenido. 

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