Dolor y gloria

Salgo aturdido del cine, con ese aturdimiento que sólo provocan, muy de cuando en cuando, algunas películas. Vuelvo a casa en el Metro y recuerdo una escena del filme que acabo de ver al pasar por la estación de Embajadores. Me cruzo después con una mujer que se parece mucho a Julieta Serrano y juraría que un chico que corretea por las calles se parece al niño que interpreta al protagonista de la película en su infancia. Todavía tarareo en mi cabeza A tu vera, con la voz de Rosalía de fondo y me cuesta mantener una conversación sin perder el hilo y regresar una y otra y otra vez a las escenas que acabo de ver en la gran pantalla. Sí, acabo de ver Dolor y gloria, el último trabajo de Almódovar. Y escribo realmente conmovido. 


Un autorretrato de un genio sólo puede ser, por lógica, una genialidad. Dolor y gloria es algo así como un autorretrato de Pedro Almodóvar y, efectivamente es una obra maestra. Sólo el director manchego sabe cuánto de su vida hay en Salvador Mallo, al que da vida con maestría Antonio Banderas en la mejor interpretación de su carrera, al menos, de los que le he visto. Hay, desde luego, mucha verdad en el filme, verdad cinematográfica, de la que se parece a la vida, al margen de que lo mostrado haya ocurrido en realidad o no. Hay verdad a puñados, de la que no se puede importar, de la que arrebata y deja sin aliento. 

Independientemente de que Salvador Mallo, un director de cine que arrastra dolencias físicas y emocionales, se parezca mucho o poco a su creador, lo que se impone es la fuerza arrolladora del relato de su vida y sus recuerdos, sus arrepentimientos, sus dolores, sus amores y su gloria. Como suele decir el propio Almodóvar, desde que una película se estrena, pertenece al público y somos los espectadores que ya hemos disfrutado con la sensibilidad y la belleza de este filme quienes podemos decir que se cumple la lógica del autorretrato de los genios y Dolor y gloria es una genialidad, una de las mejores películas de Almodóvar, lo cual, tratándose de quien se trata, es mucho decir. 

Todo fluye con fascinante naturalidad, como las aguas del río en la que la madre de Salvador y sus vecinas lavan la ropa. Es el primer recuerdo que vemos en pantalla, en el que se sumerge Salvador adulto cuando está en una piscina. Cada transición del presente a sus recuerdos es sutil y delicada, como todo en esta cinta. Es Almodóvar en estado puro, más que nunca, pero a la vez también hay mucha más contención que en sus anteriores trabajos. Dolor y gloria toma prestados episodios de la vida del director (la infancia en un pueblo en el que el niño se sentía diferente, la relación con la madre, el paso por un colegio católico, los locos 80 en Madrid, la fama internacional del director, sus múltiples dolencias, sus desencuentros con algunos intérpretes de sus películas, el recuerdo emocionado a Chavela Vargas). Y eso, indudablemente, supone un interés extra para los muy aficionados al cine de Almodóvar, es decir, al cine. Pero la película funciona a la perfección por sí sola, aunque no se supiera nada de la vida del cineasta. 

El juego de espejos que plantea el filme lo engrandece, por supuesto. Pero es sólo uno de los muchos aciertos de esta película, a la que me cuesta encontrar algún pero, más allá de una escena que chirría un poco. Todo fluye. Todo enamora. Hacía mucho tiempo que no disfrutaba tanto en una sala de cine, riendo y llorando de forma casi simultánea, porque, como le escuchamos decir a Salvador Mallo en un momento del filme, nunca se sabe bien si una película es una comedia o un drama. Hay toques cómicos muy almodovarianos (esa llamada a la Filmoteca, esa conversación de la mortaja), pero también hay mucha profundidad. Es una película excelsa, la obra cumbre del Almodóvar maduro, en la que la memoria juega un papel central. La memoria y el cine, claro, indistinguible de la vida para Salvador Mallo y para el propio Almodóvar. 

Están todas las inquietudes de Almodóvar de siempre, como el deseo, omnipresente, y su radiante universo cromático, pero todo se plantea con un tono diferente. La contención sucede a la locura de antaño, pero todos los caminos en el director manchego, o casi, conducen al mismo destino, al cine en mayúsculas, el que sacude al espectador, el que fascina. Dolor y gloria roza la perfección por muchas razones. Una de ellas es la excelencia interpretativa de varios de sus actores. Antonio Banderas está impecable ante un reto inmenso, del que sale con soltura. Julieta Serrano aparece en pocas escenas, pero en todas deslumbra. Asier Exteandia, ese animal interpretativo, demuestra que ha nacido para interpretar películas de Almodóvar (entre otras muchas cosas que le permiten su descomunal talento). La última película de Almodóvar, en fin, es su mejor trabajo desde Volver, o incluso más allá. Es una de sus mejores películas de siempre. Conmueve de un modo sutil y delicado, envuelve al espectador en los recuerdos de Salvador Mallo, lo coge de la mano y no lo suelta. Es un viaje maravilloso, un canto de amor al cine y un ejercicio catártico para el mejor cineasta español vivo. Es cine que se parece a la vida. Es Almodóvar. 

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