Quemar libros

 

En su estupendo y justamente aclamado ensayo El infinito en un junco, Irene Vallejo cuenta que la pasión por los libros viene de de muy, muy atrás en el tiempo. Richard Ovenden explica en Quemar libros, una historia de la destrucción deliberada del conocimiento (editado por Crítica), nos recuerda que también es muy antigua la amenaza a la que se han visto sometidas obras de diversa índole.  El autor, que es director de  Biblioteca Bodleiana de Oxford, hace una encendida y vibrante defensa del papel de las bibliotecas y los archivos. Se remonta al siglo VIII antes de Cristo, cuando habla de los restos de las ciudades de Nimrud y Nínive, que estaban en el corazón del imperio asirio, y donde se hallaron restos de la gran biblioteca de Asurbanipal, miles de tablillas de arcilla, de las que 28.000 se enviaron al Museo Británico. Pero el libro también mira hacia el futuro y reflexiona sobre el papel de estas instituciones decisivas en la conversación del conocimiento en un mundo digital. 


Naturalmente, si hablamos de destrucción de libros, pensamos inmediatamente en la Biblioteca de Alejandría. El autor explica que eran en realidad dos, el Museion, que contaba con 490.000 volúmenes, y el Serapeum, con 42.800. Eso sí, acto seguido afirma que son estimaciones poco realistas, pero que ponen de manifiesto que la biblioteca era enorme para los estándares de aquella época. Hay una larga lista de leyendas sobre su destrucción. Ovenden recuerda la rivalidad entre esta biblioteca y la de Pérgamo, y también señala a un factor pocas veces señalado cuando se debate sobre los porqués de la destrucción de la biblioteca de Alejandría: el gran descuido en el que había caído.

El libro repasa muchos otros momentos en los que, por distintas razones, las bibliotecas y los archivos fueron atacados. Desde la destrucción de libros tras la Reforma en la Europa del siglo XVI hasta los archivos de Irak, que están en Estados Unidos, o la ley de registros presidenciales en Estados Unidos, cuyo cumplimiento por parte de la Administración Trump genera muchas dudas. 

En el libro también conocemos más sobre el incendio de la Biblioteca de Washington por parte de las tropas británicas en 1814, y otro incendio sufrido por ese mismo templo del conocimiento la Nochebuena de 1851, o el incendio de la Biblioteca de la Universidad de Lovaina en 1914, causado por las tropas alemanas. Entonces hubo donaciones de libros de distintos países del mundo y en el Tratado de Versalles se incluyó el compromiso de Alemania de donar a la universidad manuscritos, incubables y libros impresos. Fue destruida de nuevo en 1940.

Otros pasajes especialmente impactantes son los dedicados al Holocausto, en el que destruyeron  cien millones de libros, o la historia de grupo clandestino que se organizó para salvar libros en el gueto de Varsovia. Cuando hablamos de la destrucción del conocimiento pensamos en acciones deliberadas contra determinadas obras, por las razones sectarias que sean, pero el libro se acerca a otras historias, como la de los autores que ordenaron la destrucción de sus propias obras (impacta la historia de la destrucción de parte de las memorias de Sylvia Plath por parte de su exmarido Ted Hughes). 

El autor aborda igualmente el intento de borrar cualquier huella de la población musulmana en el bombardeo de la Biblioteca de Sarajevo en 1992. Fue un objetivo deliberado y se destruyeron documentos del catastro y archivos provinciales de todo tipo. Una década antes ocurrió algo similar en Jaffna, la capital de la provincia más septentrional de Sri Lanka. Hoy, las bibliotecas de Yemen han sufrido igualmente graves daños por culpa de la guerra, lo que pone en peligro la tradición intelectual zaidí, una rama del islam chiita.

Ovenden termina este ensayo fascinante con una defensa del papel de las bibliotecas y los archivos en el futuro, ahora que el conocimiento que se debe preservar está cada vez más en medios digitales, con los retos que eso implica, por ejemplo, por el hecho de que dependemos en gran medida de empresas privadas como Amazon para almacenar esos contenidos que queremos guardar. Son empresas que no se rigen con los principios y el rigor que impera en las bibliotecas y los archivos.  También sugiere la imposición a las grandes tecnológicas de una tasa de la memoria para sostenerlos. Quemar libros, en fin, complementa de algún modo esa historia del libro con la que nos cautivó Irene Vallejo hace dos años. Otro libro para guardar a buen recaudo. 

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