El infinito en un junco


El infinito en un junco es uno de los libros más fascinantes que recuerdo haber leído. La obra de Irene Vallejo es una gozosa celebración de los libros, un acercamiento maravilloso a la invención de ese objeto que nos sigue emocionando y que lleva siglos fascinando, removiendo y fascinado a millones de lectores. El libro, delicioso por el fondo y por la forma, ya que está muy bien escrito, se remonta muy atrás en el tiempo, y comienza con el mítico proyecto de la Gran Biblioteca de Alejandría y en la extensión del libro durante el Imperio romano, que preservó e imitó la cultura helena, antes de su hundimiento, que dejó esa herencia cultural en un claro peligro de extinción.
Desde el comienzo, con una escena de soldados a la caza de libros para componer la biblioteca de Alejandría, hasta el final, con la encantadora historia de las bibliotecarias a caballo enviadas Kentucky en los años 30 por un programa federal en Estados Unidos, el libro de Vallejo es irresistible. Contiene multitud de referencias a los clásicos, exquisitas anécdotas e historias de los tiempos pretéritos. Todo ello, con una sensibilidad fabulosa y con una pasión enorme por los libros que se transmite en estas páginas sin caer en la sensiblería ñoña que a veces encontramos cuando se ensalza la literatura. Nada de eso hay en esta obra, que conservaré a buen recaudo porque es una de esas obras a las que sin ninguna duda terminaré volviendo una y otra vez.

No necesita el libro tener una tesis o un propósito, porque la satisfacción y el asombro que ofrecen sus páginas son razón más que sobrada para justificar su existencia. Pero es que, además, leyendo la obra de Vallejo uno aprende y, de paso, encuentra motivos para el optimismo ante los apocalípticos augurios que anticipan el final del libro en papel. “El libro ha superado la prueba del tiempo, ha demostrado ser un corredor de fondo. Cada vez que hemos despertado del sueño de nuestras revoluciones o de la pesadilla de nuestras catástrofes humanas, el libro seguía ahí. Como dice Umberto Eco, pertenece a la misma categoría que la cuchara, el martillo, la rueda o las tijeras. Una vez inventados, no se puede hacer nada mejor”, escribe.

En otro pasaje del libro, la autora señala que, en contra de lo que solemos pensar, “cuanto más años lleva un objeto o una costumbre entre nosotros, más porvenir tiene”. En su opinión, eso significa que “es más probable que en el siglo XXII haya monjas y libros que WhastApp y tabletas”.

Uno de los grandes puntos fuertes del libro es que la autora sabe hilvanar un relato erudito y lleno de referencias clásicas, pero con una clara vocación didáctica, sin espantar a nadie, sin adoptar un lenguaje y un tono deliberadamente cerrado a unos pocos. Vallejo da voz a grandes autores clásicos y, como siempre que uno se acerca a ellos, no deja de asombrar su enorme modernidad, la evidencia de que, en esencia, nos siguen preocupando las mismas cosas, seguimos teniendo problemas similares, continuamos reflexionando sobre lo mismo. La autora nos cuenta, por ejemplo, que las listas fueron una invención de los griegos, como casi todo. En el siglo II se publicó un ensayo sobre los siete grandes cocineros griegos y eran habituales las publicaciones que seleccionaban los libros más valiosos. En otro pasaje leemos que “en su manual erótico El arte de amar, Ovidio advierte a los amantes clandestinos que corren con mucho cuidado las frases comprometedoras antes de volver a utilizar una tablilla. Según el poeta, muchas inferioridades se descubrían por descuidos de este tipo -las ceras antiguas eran, al parecer, tan delatoras como los móviles de hoy”.

Como bien señala la autora, “los clásicos fueron profundamente críticos, con su mundo y con el nuestro. No hemos avanzado tanto como para prescindir de sus reflexiones sobre la corrupción, el militarismo o la injusticia”. Entre los muchos autores clásicos a los que mencionan, puede que los dos por los que muestra mayor predilección sean Esquilo y Heródoto. Del primero alaba, sobre todo, su obra Los persas. “Siempre me ha fascinado que Esquilo, después de luchar contra los persas cara a cara, cuerpo a cuerpo y mirándoles a los ojos, después de ver morir a su hermano en combate, cerca de él, llevara al escenario la pena de sus enemigos derrotados”.

Respecto a Heródoto, destaca que “se esforzó por derribar los prejuicios de sus compatriotas griegos, enseñándoles que la línea divisoria entre la barbarie y la civilización nunca es una frontera geográfica entre diferentes países, sino una frontera moral dentro de cada pueblo; es más, dentro de cada individuo”. Otro pasaje extraordinario de Heródoto incluido en el libro cuenta que “durante el reinado de Darío, este monarca convocó a los griegos que estaban en su corte y les preguntó por cuánto dinero accederían a comerse los cadáveres de sus padres. Ellos respondieron que no lo harían a ningún precio. Acto seguido Darío convocó a los indios llamados calatias, que devoran a sus progenitores, y les preguntó, en presencia de los griegos, que seguían la conversación por medio de un intérprete, por qué suma consentirían en quemar en una hoguera los restos mortales de sus padres; ellos entonces se pusieron a vociferar, rogándole que no blasfemara. Píndaro hizo bien al decir que la costumbre es reina del mundo”.

Por cierto, las polémicas con los cuentos infantiles y si deben ser aleccionadores no es tampoco nueva, casi nada lo es, en realidad. La autora cuenta que “las legiones de fervorosos partidarios de la furia de censores y demás ligas de la decencia pueden esgrimir a un correligionario enormemente prestigioso: el filólogo Platón”, ya que se mostró muy crítico con el teatro y partidario de censurar las lecturas infantiles.

Lejos de mitificar esos tiempos pasados de los que heredamos tantas cosas, la autora también destaca sus injusticias, como la situación de la mujer. Son pocas las autoras clásicos de las que se han conservado obras. El libro hace justicia a varias de esas pioneras, como Safo, de la que cuenta su apasionante historia, o el primer autor del mundo que firmó un texto con su propio nombre, que fue una mujer. “Mil quinientos años antes de Homero, Enheduanna, poeta y sacerdotisa, escribió un conjunto de himnos cuyos ecos resuenan todavía en los Salmos se la Biblia. Los rubricó con orgullo. Era hija del rey Sargón I de Acad, que unificó la Mesopotamia central y meridional en un gran imperio”, leemos.

Podría alargar esta crítica hasta el infinito (perdón por el juego de palabras con el título), pero terminaré remarcando lo mucho que se aprende con él. Desconocía, por ejemplo, que la élite social egipcia la formaran los escribas. O que existiera un proyecto Rosetta con sede en San Francisco para proteger de la extinción a las lenguas humanas. Tampoco conocía el fascinante origen del pergamino, vinculado a la interrupción del suministro de papiro a Pérgamo por parte de Egipto cuando Ptolomeo V descubrió que Eumenes II planeaba construir una gigantesca biblioteca que hiciera sombra a la de Alejandría en el siglo II a.C. Es hermoso cómo relata la autora el nacimiento de la poesía: “en su esfuerzo por perpetuarse, los habitantes del mundo oral se dieron cuenta de que el lenguaje rítmico es más fácil de recordar, y en alas de ese descubrimiento nació la poesía”.

Entre las muchas historias que relata la autora, una de las que más me impacta es la del club de lectura clandestino organizado por Nico Rost, un traductor holandés de literatura alemana que narró el horror vivido en Dachau en su libro Goethe en Dachau. Salgo de esta lectura fascinado y con una larga lista de libros a los que acercarme. El de Rost es uno de ellos. Irene Vallejo escribe en este fascinante libro algo maravilloso sobre la gran biblioteca de Alejandría. Dice que “inventó una patria de papel para los apátridas de todos los tiempos”. La única patria que vale la pena, esa que ha tenido distintas formas a lo largo de los siglos y a la que hoy nos acercamos a través de los libros, formato que “triunfó, en gran medida, porque favorecía las lecturas clandestinas, negadas, no consentidas”, ya que eran más manejables que los rollos de papiro. Este libro excepcional, en fin, nos recuerda por qué amamos leer. Es un ensayo cautivador que da pena terminar, pero sólo hasta que te das cuenta de que nunca acabará el todo, porque conduce a otras lecturas, porque anima a tirar de muchos hilos, porque siempre se podrá releer para seguir aprendiendo y porque relata los comienzos de una historia, la del libro, que no tiene final a la vista, por más que los agoreros anticipen lo contrario.

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