Grand Hotel Europa


Leyendo Grand Hotel Europa, la monumental novela de Ilja Leonard Pfeijffer, editado en España por Acantilado con traducción de Gonzalo Fernández Gómez, he recordado en varias ocasiones El mundo de ayer, de Stefan Zweig. Aunque tienen poco que ver y tanto el tono como el fondo son distintos, ambos tienen en el centro a Europa, la idea de Europa del autor. El libro de Pfeijffer aborda multitud de temas (el turismo, el mundo del arte, las relaciones de pareja, la creación literaria...), de forma que a cada rato parece estar hablando de algo diferente, pero en realidad siempre habla de otra cosa, que es Europa. El paralelismo entre las vivencias del narrador y el hotel en el que se instala para curar sus heridas tras una ruptura sentimental es evidente desde su propio nombre, Grand Hotel Europa. 


El narrador, por cierto, se llama igual que el autor del libro; vivió en Italia, como él; es escritor, igual que él, y comparte también una determinada idea de Europa. Pero no es él. La obra ofrece muchas reflexiones sobre la situación actual en Europa, su aparente decadencia ante otras potencias mundiales, y también su gran dependencia del pasado, de sus grandes creaciones de siglos pretéritos. “No quiero, al igual que el hotel donde me encuentro y el continente que le da nombre, llegar a la conclusión de que lo mejor de mi vida ha quedado atrás, y que lo único que me ofrece el futuro es seguir viviendo para siempre en el pasado”, leemos en un pasaje del libro. Ese paralelismo es constante. A veces, incluso algo burdo, pero no es grave, las virtudes de la novela superan con creces los puntos que chirríen algo. 

El libro, ya digo, no tiene una trama concreta ni un único tema de interés. Habla de todo. Es más, está escrito de tal forma que parece ser el borrador de la propia obra, es decir, parece estar siendo escrita sobre la marcha. Hay varias alusiones, en conversaciones transcritas por el narrador, en la que leemos "esto lo utilizaré para el libro", o "te cambiaré el nombre en la novela". Es una obra libérrima. El autor cuenta su historia de amor pasada con una historiadora del arte, pero también relata las historias de distintos personajes con los que se encuentra en el hotel, desde sus empleados hasta los huéspedes habituales, todos ellos, con sus historias a cuestas. Por cierto, es muy certera su descripción sobre la estancia en un hotel, que presenta como “una dimensión paralela en la que, puesto que no ocurre nada, podría ocurrir cualquier cosa”.

No hay un gran hilo conductor en la novela. O, mejor dicho, ese hilo conductor es Europa. Hay una búsqueda de un cuadro perdido de Caravaggio, un enigma sobre ese último lienzo, de María Magdalena, que era, junto a otros dos lienzos de Juan Bautista, un regalo del pintor para el cardenal Borghese con el propósito de que le salvara la vida, pese a haber sido condenado a muerte, entre otras cosas, por un asesinato. Esto da pie a no pocas reflexiones sobre el arte, tanto el de siglos pasados como el contemporáneo. También se habla de la música clásica, de cómo la cultura vertebra nuestra idea de Europa, en cuyas calles hay huellas de otros tiempos más que en casi cualquier otra parte del mundo. La obra, desde luego, no es nada complaciente, aunque sí hay un poso de melancolía y nostalgia, una cierta defensa de Europa y sus valores ante nuevas potencias como China o Abu Dabi. 

Quizá las mejores páginas del libro son las que el autor dedica al turismo. Cuenta que, por supuesto, todos pensamos que los turistas son siempre los otros, porque nosotros somos viajeros, nada que ver. Explica que nada desagrada más a un turista que encontrarse a otros turistas en los destinos a los que acude, de forma que busca lugares exóticos de los que luego presumir. Son muy inteligentes y también un tanto irónicas, incluso sarcásticas, estas reflexiones, ya que abordan el dilema clásico del turismo: de un lado, aporta dinero a los lugares que lo atraen, pero del otro, daña el medio ambiente y termina degradando aquello que se admira. El narrador vivió una temporada en Venecia, quizá, el caso más paradigmático de ciudad invadida por los turistas. Por cierto, de Venecia dice el autor que a esa ciudad "siempre se llega por primera vez" y que allí "no se puede hablar de anacronismos. En una ciudad donde todo son obstáculos para la productividad, la eficiencia y la utilidad, lo que es un anacronismo es la era moderna”.

Son impagables las páginas en las que se narra un encuentro entre dos parejas de viajeros, no turistas, por supuesto, que buscan lo auténtico, que consideran que Asia, así en general, se ha vuelto muy turístico, y que añoran viajar a lugares donde la población local sea pobre pero, ay, feliz. Gente que quiere encontrar rituales violentos, por ejemplo, porque eso sí que es de verdad auténtico y puro, y no esos destinos turísticos adonde va la gente normal y corriente, con la que ellos, naturalmente, no tienen nada que ver. Grand Hotel Europa es, en fin, una obra poliédrica, con toda clase de temas, en la que maridan bien las reflexiones sobre Europa con la ironía y el humor. Un libro magnífico, aunque eso sí, hay que dejarse atrapar por él, dejarse llevar por esos cambios de temas y registros, y no pretender encontrar una trama lineal o una historia convencional. Nada de eso.

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