El mundo de ayer

En la película Stefan Zweig: Adiós a Europa, la directora Maria Schrader plasma en pantalla la integridad, el compromiso cívico, la irrenunciable defensa de la libertad individual, el pacifismo, el europeísmo y la desesperación del escritor austriaco ante el triunfo de la barbarie. Todos estos valores de Zweig, su lúcida visión del mundo, se encuentran en El tiempo de ayer, sus memorias, una obra fundamental para entender la primera parte del siglo XX. En pocos libros transcurre la Historia, con mayúscula, de un modo tan vívido.

Zweig le cede al lector la posición de testigo de los grandes acontecimientos de aquella época, que él vivió de cerca con espanto. Cuenta dónde estaba cuando estallaron las dos guerras mundiales, qué sintió al presenciar el auge del nazismo, cómo buscaba refugio en conversaciones con muchas de las grandes mentes de su tiempo... Y lo hace con una maestría fascinante. Deslumbra y conmueve cómo relata en primera persona aquel cambio de era, tan desolador, tan sangriento, tan doloroso que Zweig no pudo soportarlo y terminó suicidándose, acordándose de sus amigos en una nota en las que les deseó que "ojalá puedan ver el amanecer después de esta larga noche. Yo, demasiado impaciente, me les adelanto".


Zweig comienza su obra explicando que nació en un imperio que ya no existe ("no se molesten en buscarlo en  el mapa: ha sido borrado sin dejar rastro"). Da testimonio de ese mundo de ayer, el que desapareció para siempre. Y algunas de sus reflexiones son particularmente dolorosas leídas hoy, en su Europa, la que tanto amó, la que defendió siempre. Recupera una frase de un exiliado ruso, que se lamentaba de que "antes el hombre solo tenía cuerpo y alma. Ahora, además, necesita un pasaporte, de lo contrario no se le trata como a un hombre". Zweig relata cómo él viajó por todo el mundo sin necesidad de pasaporte, refleja lo inimaginable que resultaba entonces la falta de libertad de movimientos, esa exigencia de pasaportes y formalismos. Llega a decir el escritor austriaco que cuenta todo esto para que sus lectores del futuro se percaten del retroceso descomunal que llegó tras las dos guerras mundiales. Pero resulta que hoy, en su querida Europa, se desprecia a los refugiados, siguen, por supuesto, vigentes los pasaportes y las fronteras, el desprecio al diferente. 

Todo en El mundo de ayer es fascinante. El tono que adopta Zweig, su distancia con las ideologías que devastaron el mundo. Su asombro ante la capacidad del ser humano por autodestruirse. Su admiración por tantos escritores y artistas. Circulan por estas páginas grandes autores, para los que el escritor austriaco no ahorra elogios. Son las memorias de alguien que tuvo que huir de su país, que se convirtió en apátrida y vio cómo se prohibían leer sus libros en alemán, el idioma en el que los creó, sólo por ser judío. Y, sin embargo, en este libro hay muchos más comentarios positivos, más elogios a lo que vale la pena de la vida, a la cultura, a la hermandad entre los hombres, al pacifismo, que palabras de odio o desprecio. De Rilke, por ejemplo, dice que de sus manos "jamás salió una cosa que no fuera absolutamente perfecta". Elogia también a Freud, como gran revolucionario que obligó a una sociedad entera a cambiar su forma de pensar. 

La rememoración del mundo de ayer al que alude el título, un mundo con otros códigos, con algunas certezas, con sensación de seguridad, es apasionante. No escribe desde la melancolía, pero sí reconoce que aquello que perdió no volverá y fue lo que le formó como persona. Recuerda, por ejemplo, que "uno no era auténticamente vienés sin el amor por la cultura, sin ese sentido que le permitía analizar a la que vez que gozar de esa superfluidad sacratísima de la vida". Explica cómo, en su juventud, la literatura, el arte, la música, eran sus intereses centrales. 

Zweig se define en todo momento como un hombre pacifista, que siente más cercanía con autores franceses o británicos a los que adora que con compatriotas suyos infectados por el virus del ardor guerrero, del odio al diferente, de las identidades excluyentes. Él se considera ciudadano del mundo y, sobre todo, de Europa. Adora viajar y sentir puntos en común con creadores de otras partes del continente. Detesta el nacionalismo y siente terror por las concentraciones de masas guiadas por ideologías que excitan los más bajos instintos. Escribe Zweig desde la sensibilidad, el amor a la cultura y la firme defensa de la libertad individual. Relata cómo lo que le llevó a abandonar definitivamente su país fue un registro policial, porque que alguien invada tu casa para intimidarte, cuenta el autor, es algo inconcebible, violento, inaceptable. 

Recogería aquí frases de cada página del libro, cuya lectura fascina y duele a la vez, es gozosa y conmovedora. Uno de los pasajes más impactantes es en el que explica lo que sintió al saber que las tropas nazis habían invadido París, "la ciudad de la eterna juventud". Abatido, escribe Zweig: "Y ahora ha ocurrido: la bandera con la cruz gamada cuelga de la torre Eiffel, las negras tropas de asalto desfilan provocadoras por los Campos Elíseos de Napoleón y, desde lejos, comparto los espasmos de los corazones en los hogares y las miradas humilladas de los antes bonachones burgueses, cuando los botas altas de los conquistadores pisan sus familiares cafés y bistrots. Creo que ninguna desgracia personal me ha afectado, conmocionado y desesperado tanto como la humillación de esta ciudad que, como ninguna otra, había sido agraciada con el don de hacer feliz a todo aquel que se acercara a ella". 

Zweig huye del patrioterismo barato y las banderas, de los sentimientos de superioridad y los bajos instintos. Pero añora su país, su tierra, sus raíces. "París, Inglaterra, Italia, España, Bélgica, Holanda: esa vida errante de gitano y presidida por la curiosidad había sido agradable de por sí y, en muchos aspectos, provechosa. Pero, a la postre, uno necesita un punto estable de donde partir y a donde volver; nunca lo he sabido tan bien como hoy, cuando ya no deambulo por el mundo por propia voluntad, sino porque me persiguen". 

Nada dolió más a Zweig que ver a Europa desangrada, enfrentada a muerte entre sí. ""Había llevado una vida cosmopolita durante demasiado tiempo como para odiar de la noche a la mañana a un mundo que era tan mío como lo era mi padre". El escritor austriaco desprecia la sinrazón de la guerra, la barbarie que todo lo invade. "Instintivamente me pregunté si también los peces de la orilla derecha del riachuelo fronterizo eran beligerantes y los de la izquierda neutrales". Cuando abandona definitivamente Europa, rumbo a América (donde encuentra, por cierto, en Buenos Aires a "España, su vieja cultura, protegida y preservada en una nueva tierra, más vasta, todavía no abonada con sangre, todavía no emponzoñada con odio"), Zweig siente que Europa parece "condenada a muerte por su propia locura, Europa, nuestra santa patria, cuna y partenón de nuestra civilización occidental". 

Al terminar el libro el lector no puede dejar de preguntarse qué pensaría Zweig de la Europa de hoy, en particular de su insensible respuesta al drama de los refugiados, y si hay intelectuales de su talla que cuenten lo que nos pasa hoy con la misma lucidez con la que él contó para la posteridad la caída de un mundo y el triunfo de la barbarie sobre la razón. 

Comentarios