Los vencejos (Tusquets) no es una novela fácil. No lo es ni por el tema abordado (su protagonista escribe un diario tras decidir suicidarse dentro de un año) ni por su extensión (cerca de 700 páginas) ni por algunos pasajes desagradables o incluso repulsivos (por ejemplo, los relativos a la prostitución). Pero la prosa exquisita de Fernando Aramburu, su acierto en la estructura de la novela, su tono reflexivo en ocasiones, su vocación humanista y las pinceladas de la actualidad española lo convierten en una buena novela. Por momentos, muy buena.
No debe de ser fácil ponerse a escribir una novela después de un éxito tan arrollador como el que Aramburu consiguió con Patria. En esta obra, más cercana a Ávidas pretensiones que a su exitoso libro sobre el fin de ETA, el autor decide contar una historia completamente distinta. Es un libro ambicioso, mucho, y creo que el autor sale bien parado del reto. No era sencillo. Por las grandes expectativas de la obra anterior y por el propio tono y el fondo de este libro. Al presentarse como un diario, hay pasajes más y menos lucidos, algunos más conseguidos que otros, pero el nivel general es muy alto. La obra gana especialmente en su segunda mitad, en gran parte, gracias a la entrada en la trama de Águeda, un antiguo amor del protagonista, que forma un peculiar grupo con él y con el único amigo de éste, a quien llama de forma mitad cariñosa mitad despectiva Patachula, ya que le tuvieron que amputar un pie tras ser víctima de los atentados del 11-M.
El protagonista, Toni, rememora su pasado mientras cuenta su último año de vida. Ha decidido acabar con ella el 31 de julio del año siguiente. Se prepara para ello desprendiéndose de sus objetos, sobre todo, de sus libros, que deja en los parques de Madrid y en cualquier sitio. Lo que más le preocupa es quién cuidará de Pepa, su perrita, cuando ya no esté. Eso y los quebraderos de cabeza que le da su hijo, Nikita, sobre el que escribe con cariño, a ratos, y a ratos con desprecio.
La novela, aunque pueda parecerlo, no es amarga. Hay pasajes que lo son, sin duda. Y hay actitudes y afirmaciones, tanto del protagonista como de su amigo, que son más bien despreciables. Pero también hay reflexiones lúcidas. Toni, profesor de filosofía, debate con su amigo sobre el suicidio, sobre la actualidad política española y, en fin, sobre toda clase de cuestiones. De la felicidad, por ejemplo, leemos que "ser feliz no es estar quieto siendo feliz. No hay un absoluto de la felicidad. No hay felicidad en sí. La felicidad es aquí y ahora. Estaba y ya no está, y por tanto uno ha de suscitarla de nuevo si la desea disfrutar”.
Toni, profesor de Filosofía en un instituto, es un hombre cansado, que no entiende el tiempo en el que vive. "Da un poco de asco esta época", escribe. Ha dejado de comprar libros, lo cual demuestra que ha perdido interés por la vida. “No me considero un misántropo, aunque más de un compañero así lo crea. Simplemente estoy cansado. Muy cansado. Me cansan muchas cosas, particularmente el roce diario con gente que no me interesa”, leemos.
Se despacha a gusto sobre la política. Afirma que nunca ha profesado con intensidad ninguna fe, ni política ni religiosa. De la política española afirma: "curiosa ciencia esta de la política, al alcance de cualquier entendimiento sin necesidad de estudio, paraíso del prejuicio, campo abonado para el dogma donde el pensamiento superficial, inseparable de la convicción, crece como champiñones en el estiércol”. Tampoco es amigo del nacionalismo. De España leemos en un pasaje del libro que es un país chabacano que maltrata la palabra.
Cerrado al amor ("me parece maravilloso en los libros y en las películas o, en todo caso, en la vida de los demás. Me encanta que la gente se ame; pero, por favor, sin salpicar”) y decidido a acabar con su vida, entre confesiones vergonzosas, recuerdos de su pasado, memorias de su fracaso matrimonio o de la pésima relación con su hermano, Toni reflexiona sobre todo tipo de temas. De la política sólo le interesa el medio ambiente, que a nadie parece importarle en la clase política nacional. ¿Identidad? ¿Patriotismo? Eso, para otros. “A uno lo paren en una parcela acotada del planeta y, por capricho del azar, es español, irlandés, argentino o lo que le toque, y se supone que debe sentir alguna suerte de entusiasmo patriótico, no a todas horas, me figuro, porque el fervor excesivo debe de ser la mar de fatigoso; pero cada cierto tiempo, no sé, cuándo suena el himno, un deportista nacional gana una medalla de oro o le dan el Premio Nobel a un paisano”. Los vencejos, en fin, no es un libro fácil, pero sí es un libro muy recomendable, incluso aunque su final no me termina de convencer.
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