El placer del descubrimiento tardío

 

Los descubrimientos tardíos de libros, películas o series son especialmente placenteros en el tiempo tan acelerado en que vivimos, en el que cada semana, o casi cada día, hay cinco o seis nuevas series de moda, innumerables lanzamientos editoriales y multitud de estrenos. Siempre me ha gustado estar pendiente de las novedades, de lo que se crea y produce en el presente, porque refleja el sentir de la sociedad, y es importante vivir en nuestro tiempo, pero eso no debería ser incompatible con disfrutar de lo que se creó hace años o décadas. A veces creo que asistimos a una cierta tiranía de la novedad. La serie de moda, que lo es sólo por unos días. El último estreno. El disco que tienes que escuchar. La película que no te puedes perder... No digo que no sea agradable disfrutar de las creaciones presentes, por supuesto, pero cada día me resulta más agradable llegar tarde a las modas. Conocer a un autor que hace décadas que no escribe, empezar a ver la serie de moda de hace años o descubrir a un director o a una escritora cuyas obras están ahí  esperándome hace mucho tiempo.


Recuerdo la primera clase en la universidad de una asignatura sobre literatura ("Movimientos literarios contemporáneos") en la que la profesora, la añorada Coro Pichardo, empezó a hablar de distintas obras y autores. Yo, que me tenía por un gran lector, que siempre estaba con un libro en la mano, me di cuenta entonces de que la mayoría de esos nombres ni siquiera me sonaba. Fue una cura de humildad y tardé mucho tiempo en entender que no pasaba nada, que nadie nace aprendido y, sobre todo, que siempre habrá novelas que uno no conozca, que siempre habrá descubrimientos tardíos, alguno de los cuales incluso uno nunca llegará a hacer, porque hay ya mucho escrito y muy bueno. Otro profesor, éste de literatura en el instituto, nos habló una vez de la angustia de saber que nunca podrá leer todas las buenas obras que se han escrito. Y fue aquello para mí como una revelación, porque nunca me había parado a pensar en eso. 

El caso es que me sigue gustando estar al tanto de las novedades y los estrenos pero, puede que en parte gracias a la pandemia, estoy aprendiendo a valorar más que nunca esos descubrimientos tardíos, ese llegar tarde. Y ahora la tiranía de la novedad me parece demasiado adanista, como si nos negáramos a entender todo lo que nos ha precedido, todas las creaciones que nos condicionan, incluso aunque no las hayamos visto o leído. Lo pensé el otro día al disfrutar de La princesa Mononoke, una maravillosa película de Hayao Miyazaki que se estrenó cuando yo tenía diez años. Confieso que hasta hace no tanto no había oído hablar de Miyazaki ni del estudio Ghibli. Esta cinta plantea una extraordinaria fábula sobre la protección del medio ambiente, el poder corrosivo y destructor del odio o el papel de la mujer en la sociedad. Es un filme delicioso, como lo son El viaje de Chihiro, Mi vecino Totoro y El castillo en el cielo, ésta última, estrenada antes de que yo naciera, que son las películas que hasta ahora he visto de este estudio japonés, todas ellas disponibles en Netflix. Quizá hace unos años me habría sentido algo avergonzado por no tener noción alguna de este estudio, que tantas y tan maravillosas historias ha creado. Ahora me queda el placer inmenso de descubrir un mundo nuevo, nuevo para mí, que antes ya han disfrutado tantos otros. 

Pienso también que el paso del tiempo es una buena prueba para medir la calidad de las obras culturales. No siempre, pero generalmente, las mejores obras son aquellas que sobreviven y logran emocionar a personas de distintas generaciones. En ese sentido, las mejores obras sin, a la vez, hijas de su tiempo pero también atemporales, igual que pueden ser muy intimistas o pegadas a una tradición o cultura específica, y a la vez universales. No hablo ni siquiera de los clásicos, que por supuesto también, sino de incluso series de las que todo el mundo hablaba hace dos o tres años, o cinco o seis, y que ahora nadie recuerda, pero que ahí están, en las plataformas, inmutables, listas para recibir a quien se aleje de esa tiranía de la novedad. No me extraña, por ejemplo, que los derechos de Friends, a pesar de que haya pasado tanto tiempo desde que terminó la serie, cuesten tanto. Es ese placer de la nostalgia, pero también el de hacer descubrimientos tardíos y acercarse por primera vez, con ojos nuevos, a historias que atrajeron a mucha gente hace tiempo. 

De alguna forma, apreciar todo esto es aceptar que cualquier obra, incluso de siglos pasados, es una novedad, porque está ahí lista para recibir a quien quiera acercarse a ella. Así que, sí, seguiré pendiente de los estrenos y las novedades editoriales, pero buscaré también más obras atemporales como los Ensayos de Montaigne, por ejemplo, que leí el pasado verano, o como Carmen Martín Gaite, con la que ya empiezo a sufrir al pensar que me van quedando pocos libros suyos que conocer. Quizá, quién sabe, sea una de las lecciones de esta pandemia. Algo que era forzado y doloroso, el cierre durante tanto tiempo de las salas de cine, por ejemplo, nos ha llevado a valorar también las obras un poco más antiguas, o un mucho. Eso no implica que no estemos deseando volver a las salas, hoy mejor que mañana, es sólo que se amplía el universo de asombros y descubrimientos que nos aguardan. El pasado de la cultura es muy presente, está muy vivo. Puede que en el fondo no haya descubrimientos tardíos, porque las obras que valen la pena de verdad perduran y sobreviven a su generación y a su tiempo. 

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