La polarización son los otros

 

A todo el mundo le desagrada el sectarismo, pero resulta que el sectarismo siempre son los otros. Cuando en enero un grupo de seguidores de Trump asaltó el Capitolio, la condena a esa aberración fue unánime en España, pero algunos parecían decir que ese asalto había sido dirigido por los políticos de la derecha y la extrema derecha española, Abascal y Casado directamente coordinando el asalto desde sus despachos, mientras que otros poco menos que culpaban de las imágenes en el Capitolio estadounidense a la izquierda y la extrema izquierda, al recordar las manifestaciones de Rodea el Congreso, como si Iglesias y Sánchez estuvieran alentando a esos energúmenos que representaron con claridad el nivel de degradación de la convivencia en Estados Unidos. Todo lo que pasa, no ya en Murcia o en Madrid, sino en cualquier parte del mundo, se puede utilizar para el sectarismo y el enfrentamiento constante. Cualquier cosa es buena para demonizar al de enfrente.  
De entrada, prácticamente todo el mundo, salvo los muy cafeteros a un lado u otro del espectro ideológico, que haberlos, haylos, coincide en que el sectarismo y la polarización son peligrosas y repudiables. El problema es que casi todo el mundo considera que quienes polarizan la sociedad son los otros, que no vayamos a comparar, que el hecho de que la sociedad parezca en cualquier debate estar dividida en dos no es algo malo en sí mismo, que lo malo es todo lo que hace esa otra mitad en la que uno no está incluido. Y los que no queremos ni por asomo que nadie nos coloque en un bloque o en otro, porque preferimos pensar por nosotros mismos, o al menos intentarlo, lo tenemos difícil y asistimos horrorizados al irrespirable contexto político español. 

Es agotador asistir a los equilibrismos de unos y otros, que modulan su opinión sobre cualquier tema o noticia en función de su ideología, además, siempre a la contra, poniendo más empeño en atacar al otro. ¿Qué es un tránsfuga? Pues depende. Si beneficia a tu partido, no es algo tan importante. Si le viene mal, es un escándalo. ¿Es lógico presentar una moción de censura en medio de una pandemia en la que los esfuerzos políticos deberían centrarse en el plan de vacunación, la reactivación económica y la lucha contra el virus? Pues depende, si quien lo presenta es de los tuyos, naturalmente, sí, es lógico y necesario. Si quien lo hace es el de enfrente, por supuesto, es un terrible ejercicio de irresponsabilidad. 

¿Y qué hay de convocar elecciones en medio de una pandemia? Pues también depende, claro. Quienes dijeron que era escandaloso que se celebraran elecciones en Cataluña en mitad de esta crisis del coronavirus ahora defienden la convocatoria electoral en Madrid y quienes defendían la cita con las urnas en Cataluña, quizá por sus cálculos políticos, ahora dicen que lo de Ayuso en Madrid es inaceptable. ¿Y utilizar las instituciones y los edificios y actos públicos para hacer campaña política? Exacto, también depende. Si lo hace Iglesias y eres de derechas está fatal, pero si lo hace Ayuso es algo perfectamente lógico. Y viceversa. 

El partidismo y la polarización están por todas partes, por mucho que siempre pensemos que son los otros. Es divertido escuchar criticar la polarización a algunas personas que, por ejemplo, ridiculizan a un político que no es de su cuerda con cualquier excusa, incluida su apariencia física, o con ataques personales de patio de colegio. Resulta que ellos no polarizan negando la legitimidad de la otra mitad de la población o reduciendo la política a eslóganes bobos o disyuntivas falsas (comunismo o libertad, democracia o fascismo). Siempre polarizan los otros. Quienes ven normal que una política presente a un adversario como un dictador bolivariano rodeado de un séquito de mujeres se escandalizan luego cuando ese mismo político dice de aquella que igual la investigan y termina en la cárcel. Trumpismo en uno y otro caso, polarización escandalosa en ambos discursos, pero, ay, sólo nos molesta lo que viene de enfrente. 

Pasa lo mismo con los discursos identitarios y nacionalistas. Uno pensaría que si a alguien no le gusta el nacionalismo es porque no le gusta ningún tipo de nacionalismo. Pero no es exactamente así. Generalmente lo que quieren decir esas personas es que les incomoda el nacionalismo de otros, pero sólo porque prefieren defender el suyo. Y así, quienes llevan años horrorizados, con razón, con el discurso independentista catalán que defiende las esencias del pueblo catalán y las confronta con el resto de España vienen ahora a decir que en Madrid se disfrutan de derechos y libertades que no hay en el resto de España, porque en Madrid tenemos un estilo de vida a la madrileña. Toma ya. Pero, por supuesto, esos discursos identitarios y simplistas que conducen a la confrontación entre personas de unos territorios y otros son buenos o malos en función de quien los pronuncie. 

Que los independentistas catalanes intenten apropiarse de lo que es ser catalán está mal, pero que una política madrileña hable en nombre de todos los madrileños y se invente una especie de hecho diferencial capitalino está bien. Por mi parte, desde luego, ni dejé de amar y disfrutar de Cataluña por esos burdos intentos de radicalizar y enfrentar a la sociedad de unos ni dejaré de amar a Madrid (diverso, plural, en el que cabemos todos y nadie nos dice lo que es o no es Madrid, porque Madrid es inabarcable) por mucho que se empeñen otros en convertirlo en un banco de pruebas de no sé qué. Ni los unos ni los otros eliminarán la esencia de Madrid, que no es, afortunadamente, lo que enarbolan los políticos sectarios de uno y otro lado. 

¿Y pactar con partidos extremistas? ¿Está bien o no? Pues, de nuevo, depende. Si son de extrema derecha y yo soy de derechas, es un pacto perfectamente legítimo, algo natural. Pero si lo hace la izquierda con la extrema izquierda es el comienzo de una dictadura comunista en nuestro país. Y a la inversa, por supuesto. Pero la polarización son los otros. Es insoportable vivir en este contexto extremadamente partidista, que anula el pensamiento libre, en el que algo es elogiable o criticable en función de quién lo diga, no en función de lo que se diga, esta situación alucinante en la que personas inteligentes convierten en su amado líder (o lideresa) a alguien que no sabe hilar dos frases seguidas, pero que es la punta de lanza contra la otra mitad de la población, que es malvada y quiere el mal para el país, como todo el mundo sabe. Abochorna ver, a izquierda y derecha del tablero político, esa especie de culto a la personalidad del líder. Y vaya líderes. Hay patios de colegio más maduros. 

La política debería consistir, creo, en buscar puntos de encuentro, pero eso pasaría por premiar y no ridiculizar ni castigar a los discursos moderados, al sosiego y a las críticas razonadas. ¿Por qué criticar los indudables errores en la gestión de la pandemia del gobierno central si le puede presentar como una especie de terrible dictadura? ¿Por qué criticar la inacción legislativa del gobierno de la Comunidad de Madrid y su incapacidad de sacar adelante unos presupuestos si se pueden hacer gracietas estúpidas y un tanto machistas sobre la presidenta autonómica y las iniciales de su nombre y apellidos? Vivimos un tiempo en el que no sólo no se buscan pactos y encuentros, sino en el que se penaliza mucho a quien osa intentar hablar con los malvados partidos políticos de enfrente. 

A ratos pienso que la gente normal está bastante por encima de estos líos de políticos y tertulianos, pero otras veces no estoy tan seguro, porque los políticos no son unos marcianos llegados del mundo exterior. Me preocupa especialmente que la gente entre en ese sainete, en ese circo partidista que consiste en hablar mucho de los líos internos de los políticos y en la utilización de las instituciones para intereses propios en vez de debatir sobre los problemas reales de la gente. No hemos escuchado en Madrid, y dudo mucho que las escuchemos, propuestas claras a los ciudadanos. ¿Por qué, si es mucho más divertido soltar gracietas? No hay confrontación de ideas y políticas, sólo de tuits y eslóganes. Asistimos a una alarmante simplificación del discurso político, un tiempo de propagandas y de realidades enfrentadas. Me apena ver a personas inteligentes de izquierdas y de derechas entregadas con aparente entusiasmo a esta peligrosa polarización. Conmigo, desde luego, que no cuenten. 

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