Hay libros que uno conoce en cierta forma incluso aunque no los haya leído, y cuya influencia en la literatura universal es incuestionable. Suelen ser obras clásicas que imponen al comenzar a leerlas, porque siempre se siente una cierta presión, como una especie de miedo a que no te convenza o no sea de tu gusto. El mismo día en el que al fin empecé a leer En busca del tiempo perdido, la monumental novela de Marcel Proust de más de 2.500 páginas dividido en siete libros, vi una entrevista con el actor Benjamin Voisin en la que le hacían la clásica pregunta de test cultural de qué libro no había podido terminar de leer. Y bingo. Contaba que iba ya por su tercer intento con la obra de Marcel Proust y que no había sido capaz de acabarlo, que sentía que no era para él, que tiene pasajes sublimes, pero que le resultaba demasiado denso. A pesar de ese mal augurio, mi primer contacto con esta portentosa novela no ha podido ser más gozoso.
Empecé con mucho ilusión y altas expectativas Por el camino de Swann, el primero de los siete libros en los que se divide la novela, que he leído en un estupendo estuche de tres volúmenes de Alianza Editorial. El libro comienza con el narrador explicando con detalle de lo que siente cuando está en duermevela, en ese primer momento de despertar, y es así, poco a poco, abrazando ritmo pausado de esta narración, igual que alguien sale de un sueño, como me dejó envolver y sorprender por este bello y sensible libro sobre la memoria, la pasión y el impacto perenne de la infancia en nuestras vidas.
En este primer libro de los siete que componen la obra, que tiene un muy notable componente autobiográfico, el autor recuerda su niñez, en la que nada deseaba más que recibir un beso de buenas noches de su madre. El protagonista, ya adulto, que rememora aquellos tiempos, se muestra como un niño sensible, lector empedernido y siempre abierto a la belleza, ya sea en la iglesia de su pueblo, en cuadros o en paseos por el campo. Es esa sensibilidad, que le hace quedar deslumbrado ante novelas, obras de arte o paisajes, el verdadero motor de la obra. Eso y, por supuesto, la memoria, la nostalgia por el pasado.
Me gusta la idea de ir compartiendo en el blog tomo a tomo mi experiencia de lectura de En busca del tiempo perdido. En este artículo puedo hablar de Por el camino de Swann, que a su vez se divide en tres partes. En la primera queda clara la fascinación por la naturaleza que siente el narrador. Hay pasajes en los que el lector siente estar paseando a su lado por Combray, ya sea por el lado de Guermantes o por el de Méséglise, las dos rutas que sigue. También se refleja en esa primera parte la devoción por su madre y el amor por su abuela, de cuya sonrisa escribe algo precioso, “que, al revés de las que vemos en muchos rostros humanos, no encerraba ironía más que hacia su misma persona, y para nosotros es como el besar de unos ojos que no pueden mirar a una persona querida sin acariciarla apasionadamente”.
La segunda parte del primer tomo de la monumental novela de Proust, que está reconocida como la más larga de la historia, se centra en el enamoramiento de Swann, un personaje bien situado en la sociedad ocioso, enamoradizo y algo pedigüeño, por Odette, ante la que cae rendido. Es un tramo bellísimo en el que el amor se presenta como una fuerza de un poder desaforado y que se justifica a sí mismo, como una invención en la cabeza de Swann. Concluye esta primera parte de la novela con un pasaje en el que descubrimos que el Swann enamoradizo es el padre de Gilbertina, el primer amor del protagonista, con quien jugaba de niño en los Campos Elíseos.
La memoria es, claro, ya desde el mismo título, el hilo conductor de la novela, que aborda también otras cuestiones como las clases sociales y el determinismo (“nuestra personalidad social es una creación del pensamiento de los demás”) o el poder de las creencias (”los hechos no penetran en el mundo donde viven nuestras creencias, y como no les dieron vida no las pueden matar, pueden estar desmintiéndolas constantemente sin debilitarlas”).
Y, siempre, de fondo, la sensibilidad especial del narrador, su búsqueda permanente de la belleza. En los libros, por ejemplo. Escribe: “lo que a mí me parece mal en los periódicos es que soliciten todos los días nuestra atención para cosas insignificantes, mientras que los libros que contienen cosas esenciales no los leemos más que tres o cuatro veces en toda nuestra vida”. También en el campo: “la naturaleza, por los sentimientos que en mí despertaba, me parecía la cosa más opuesta a las producciones mecánicas de los hombres. Cuanto menos marcada estuviera por la mano del hombre, mayor espacio ofrecía a la expansión de mi corazón”. Y en los viajes. Por ejemplo, de Venecia y Florencia dice que son de esas “ciudades que nos habituamos a considerar individuales y únicas como personas”.

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