The Crown

Lo mejor de no estar al día de las series, algo que es del todo imposible ante el enorme ritmo de estrenos, es poder ver del tirón algunas producciones a las que llegas tarde. Lo disfruté en su día con Juego de tronos, lo hago ahora con The Americans y lo acabo de hacer con The Crown. Reconozco que tenía mis reticencias a la serie, pero afortunadamente las vencí. Me ha encantado. Es una serie impecable, con todas las virtudes que se pueden esperar de una producción británica de época, y sin ninguno de los defectos que cabría temer de una historia sobre la monarquía, porque no es nada estirada ni remilgada ni aburrida. Es una gran serie porque, más allá de contar la historia del reinado de Isabel II, cuenta las historias personales de los miembros de la familia real británica, que no se presentan como caricaturas, sino como personas de carne y hueso con sus temores, anhelos, ilusiones y contradicciones. Y, de paso, relata también la historia reciente del Reino Unido. 


Hace unos días, Isabel II cumplió 69 años de reinado. Desde que llegó al trono muy joven hasta hoy el mundo ha cambiado por completo y The Crown encuentra un buen equilibrio entre el relato histórico y las tramas personales de la monarca y su familia. La cuarta temporada de la serie provocó alguna que otra polémica en el Reino Unido, hasta el punto de que un ministro pidió a Netflix que indicara que lo que se veía en la pantalla era una ficción. Más allá de lo absurdo que resulta que alguien considere que es necesario que nos digan que Olivia Colman no es de verdad la reina de Inglaterra o que las conversaciones privadas que aparecen en la serie, naturalmente, son una invención, porque nadie estuvo escondido tras las cortinas de palacio escuchando. 

Más allá de ese debate sobre la relación entre la realidad y la ficción, en el que es justo reconocer que series de este tipo fijan la memoria y la imagen de personajes públicos reales mucho más que algunos libros de historia, la serie es muy atractiva. Entre otras cosas, consiguen algo realmente complicado, que es cambiar sin estridencias y con acierto el elenco por completo a partir de la tercera temporada para mostrar la madurez de los personajes, algo que volverán a hacer para la quinta y la sexta. Es algo arriesgado que salió bien, que se muestra con absoluta naturalidad. De Claire Foy, que da vida a Isabel II de joven, a Olivia Colman; de Matt Smith, inmenso como el algo rebelde príncipe Felipe de joven, a Tobias Menzies; de Vanessa Kirby, fabulosa dando vida a Margarita, la hermana de la reina, en su juventud, a Helena Bonham Carter. Ya se conoce también parte del reparto para las dos temporadas finales de la serie, en las que Imelda Stauton dará vida a la reina, Jonathan Pryce a Felipe y Lesley Manville a Margarita. 

Varias de las escenas más interesantes de la serie son las que recrean las audiencias privadas de la reina con sus primeros ministros. En la primera temporada vemos a un Churchill ya en el ocaso de su carrera, pero quien ayuda mucho a la joven e inexperta Isabel II en el comienzo de su reinado. En la cuarta aparece Margaret Thatcher, tal vez algo caricaturizada, con quien, según se muestra en la serie, la relación fue más bien tirante, con roces entre la reina y la primera ministra en cuestiones como las sanciones a Sudáfrica para condenar el apartheid, a las que se oponía Thatcher por las relaciones comerciales tan estrechas entre el Reino Unido y aquel país. 

La figura de la reina es la central de la serie, claro. Aparece como alguien con aversión a la presencia pública, que aprendió desde muy joven que lo mejor que puede hacer un monarca en una monarquía parlamentaria es no hacer nada, que nadie interprete nunca sus sentimientos ni mucho menos sus posiciones políticas sobre ningún tema. Desde la joven insegura de los primeros episodios, que decide contratar a un tutor porque sabe que su educación tiene lagunas y que le faltan conocimientos y cultura cuando se reúne con políticos, a la soberana ya madura de la cuarta temporada, el recorrido del personaje es fascinante. También lo es el de dos de mis personajes favoritos de la serie, Felipe, que llevó muy mal su papel secundario y que era más bien fiestero y rebelde en su juventud, y, sobre todo, Margarita, que es todo lo contrario que su hermana: deseosa siempre de tener protagonismo, amante de las juergas, enamoradiza, deslenguada, indómita... Quizá es el personaje más humano, porque es el de que se ven más debilidades, más vulnerabilidades. 

Otro personaje del que tenía una opinión más bien mala antes de ver la serie y que he matizado bastante, no sé si por la inmensa actuación Josh O'Connor, es el príncipe Carlos. Se le presenta como a alguien que no recibió cariño de sus padres en ningún momento, un joven con ideas propias, amante de la cultura y de la naturaleza, que lleva mal vivir a la sombra de su madre y bajo la rigidez de la casa real británica, a quien además la familia le obliga a casarse con Diana Spencer, aunque él nunca deja de estar enamorado de Camila. Uno de los capítulos más interesantes de la series es en el que Carlos acude unos meses a Gales para conocer mejor su realidad histórica. En su discurso, que hizo en galés, reconoció la identidad propia de Gales.

La series se da el lujo de dedicar capítulos enteros a sucesos históricos concretos o a vivencias relevantes en la vida de sus personajes. Se detiene la trama y se pone el foco en alguna cuestión en concreto. Suelen ser los mejores capítulos. Por ejemplo, el quinto de la segunda temporada, centrado en una crítica de lord Altrincham, un noble que era editor de periódico que atacó a la reina por un discurso alejado de la realidad de la gente corriente. A raíz de esa polémica se empezó a retransmitir por televisión el discurso de Navidad y aceptó visitas de personas normales en Buckingham. 

También tiene una gran carga emocional el capítulo de la tercera temporada dedicado a un terrible accidente en un pueblo minero, en el que murieron muchas personas, entre ellas, muchos niños. La reina se resistió hasta el último momento a visitar la zona, pero fue convencida por el primer ministro Wilson, con quien según refleja la serie tuvo una muy buena relación. Se plantea un interesante debate sobre si los gobernantes deben mostrar o no sus sentimientos en situaciones dramáticas como esta. En la cuarta temporada, el falso cuento de hadas de Carlos y Diana, que no llegaron  ser felices ni medio minuto en su matrimonio, se apodera de la trama. También está muy bien contada esa historia, en la que se refleja el enorme abismo entre la imagen externa de la pareja, sobre todo de Diana, siempre radiante y carismática en sus apariciones públicas, y el infierno interno del matrimonio, que siempre fue de tres, porque Carlos no dejó nunca de verse con Camila. Ella dice una de las frases que resume bien la propia serie y el propio concepto de la monarquía y la imagen que transmite: "la realidad nunca gana ante los cuentos de hadas". 

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