Bienvenida a casa


Hay pocas, poquísimas personas, de las que me gustaría leerlo todo, hasta su lista de la compra o cualquier nota menor, porque siento que incluso en esos textos encontraría destellos de la mejor literatura. Lucia Berlin, sin duda, es una de ellas. La publicación de Manual para mujeres de la limpieza en 2015, editado en España por Alfaguara, nos permitió a muchos descubrir los fascinantes relatos de la autora, que tienen un marcado carácter autobiográfico. Poco después se editó Una noche en el paraíso, con idéntico efecto en los lectores.
Ahora Alfagura, editora en España de ambas obras, publica Bienvenida a casa, en la que la autora escribe sobre sus múltiples hogares. El libro se compone de las descripciones de todas sus casas, en textos en los que estaba trabajando antes de su muerte, y también varias cartas que Lucia Berlin envío a sus amigos Ed y Helen Dorn a lo largo de los años. Ambas partes son atractivas, pero sin duda lo son mucho más esos relatos sobre sus hogares. 

Su vida fue itinerante desde que era niña, a causa del trabajo de su padre, y así siguió de adulta, cuando cambió con frecuencia de residencia. Los escenarios y las vivencias relatadas en sus obras aparecen aquí narradas en primera persona y sin tamiz de ficción, aunque con el mismo estilo ágil y fascinante, con su enorme capacidad de encontrar lo literario en la cotidianidad. Todo, lo hermoso y lo atroz, lo bello y lo terrible, es narrado por Lucia Berlin con un estilo personalísimo que vuelve muy interesante cada pequeño detalle, cada palabra dicha, cada anécdota. Adicta al alcohol durante muchos años, madre de cuatro hijos, casada tres veces, Berlin publicó sus primeros relatos muy joven y siguió haciéndolo, de forma irregular, en los años siguientes, mientras compaginaba sus obras con toda clase de empleos. Su vida, desde luego, es fascinante. Y su prosa la vuelve aún más sugerente.

“Dedicamos dos años al Quijote, comentando los capítulos en detalle cada día. Una vez, en clase, leí un pasaje donde uno de los personajes de Cervantes, en un manicomio, dice que puede hacer que llueva cuando le plazca. Entendí en ese momento que los escritores eran capaces de lograr todo lo que se propusieran", escribe sobre sus clases de literatura en la Universidad de México, donde tuvo una breve pero apasionada relación con Lou Suárez y donde, por cierto, la autora asistió a clases de Ramón J. Sender. 

Los pasajes de su infancia tienen un encanto especial. “Los perfumes de Idaho en mi memoria son más vívidos que cualquier flor hoy en día”, escribe casi al comienzo de la obra. Poco después relata que el olor de las lilas era embriagador y se tumbaba allí hasta aturdirse. “Quizá esas fuesen señales de advertencia temprana, y las lilas mi primera adicción”, cuenta. 

En esta obra volvemos a encontrar esos destellos de la mejor literatura, albergada en un estilo aparentemente sencillo. Qué importante es no confundir lo simple con lo sencillo. Qué complejo es escribir con esa apariencia de sencillez. “Se rieron de buena gana, no riéndose de una broma o de nadie, sino como si las cosas del mundo tuvieran gracia”, leemos en otro pasaje del libro. 

La autora describe sus casas fijándose sobre todo en pequeños detalles, que posiblemente para la mayoría de la gente no tienen la menor importancia. A la vez que cuenta cómo eran sus sucesivas casas habla también de su vida. De su matrimonio con Paul Suttman, por ejemplo, explica que le ahogaba. Escribe un pasaje maravilloso cuando él se marcha de casa, que resume bien la personalidad indómita de la autora: “la mañana que se marchó, lo primero que hice fue regalar los pájaros a una señora mayor que vivía al otro lado de la calle. Quité la cuadros de Mondrian, colgué mis girasoles y un póster de Elvis, eché una manta mexicana colorida encima del sofá color crudo. Me pinté los labios de rosa y me hice fue trenzas. Estaba fumando cigarrillos que le había pedido a la vecina, descalza y con los pies encima de la mesa. Los platos seguían din lavar. Mark gateaba alrededor con el pañal chorreando, sacando las sartenes del armario. Joe Turner estaba cantando blues en el día Tati de alta fidelidad cuando Paul entró por la puerta. Llevaba sólo veinte minutos conduciendo cuando se le había estropeado el coche. La escena no le hizo ninguna gracia. No volvimos a verlo en dieciséis años”.

Las adicciones, muy presentes en su vida, también aparecen en el libro. Sobre todo, de la adicción a las drogas de Buddy, el hombre que más quiso. Un día lo encontró inyectándose heroína y, según cuenta, no se escandalizó "tanto como habría hecho de haber sabido lo que era la heroína, lo que era la adicción”. Otro pasaje durísimo deja claro el nivel de adicción de Buddy, el día en el que nació su hijo: “nació David. Buddy había tenido que dejarme en el hospital para ir a casa a chutarse”. Pese a todo, pese a esa sombra de la enfermedad acechando en todo momento, la autora fue feliz con él. Parecía como si la vida pudiera ganar la partida, algo que finalmente no sucedió. “Cada mañana, durante el año siguiente, cuando llegaban las gaviotas nos mirábamos a los ojos, confirmando la felicidad y la gratitud que sentíamos, con demasiado miedo para decirlo en voz alta. Y entonces dejamos de mirarnos y, que yo sepa, las gaviotas dejaron de venir”, leemos. 

De las cartas a los Dern también se extraen momentos prodigiosos. Por ejemplo, cuando les escribe desde Santa Fe y les cuenta: “tengo miedo porque no encajo en este escenario, este ESCENARIO bonito, tan LLENO DE BONDAD Y OPTIMISMO SINCERO, donde nadie echa a llorar ni insulta ni la caga ni desespera ni desea ni se toma el pelo ni sueña”. En otra carta, en la que rememora su vida en la gran manzana, les dice: "en Nueva York nunca me sentía viva a menos que estuviera completamente sola deambulando por la ciudad”. Los relatos de Lucia Berlin nos hacen sentirnos vivos. Por eso es tan bienvenida esta obra, posiblemente la última que se pueda rescatar ya de la autora, redescubierta por muchos, y que ha tenido ahora el éxito y la admiración que mereció en vida. 

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