Retahílas

Como confesé aquí el año pasado cuando hice la reseña de Nubosidad variable, no había leído ninguna obra de ficción de Carmen Martín Gaite hasta ese momento, sólo su ensayo Usos amorosos de la postguerra española. En aquella novela me fascinó la forma de mimar el lenguaje de la autora, la profundidad de su prosa, el modo en el que abordaba cuestiones trascendentes con un estilo ágil y libre, con una ligereza en las formas y una gran hondura en el fondo. Me propuse adentrarme más en su obra y estos días de confinamiento al fin lo he podido hacer, gracias a la colección que sacó hace años el diario El Mundo, con la intención de recopilar "las 100 mejores novelas en castellano del siglo XX", y que me sigue regalando grandes momentos de lectura. Hay dos libros de la autora recogidos en esa colección, he empezado por Retahílas y continuaré en breve con Entre visillos


Retahílas, publicada en 1974, cuando habían pasado 16 años de la publicación de Entre visillos, su primera obra, es la hipnótica conversación que mantienen Eulalia y su sobrino Germán una noche en vela, mientras esperan la inminente muerte de la bisabuela de éste. Es una conversación en la que se suceden las anécdotas, los recuerdos, las alegrías y las amarguras. Un reencuentro emocionante y sin orden alguno, absolutamente cautivador.

Cuando decimos que un libro va de la vida, así en general, suele sonar a frase hecha, porque a menudo lo es. Pero las novelas de Carmen Martín Gaite, tan llenas de humanidad y sensibilidad, van exactamente de eso. Es decir, de los afectos, de las relaciones humanas, de la amistad, de la familia, de las envidias, de los malentendidos, de la complicidad, del placer de la conversación y la escritura. En suma, sí, de la vida. A sus novelas se puede aplicar lo que dice Germán, uno de los personajes de Retahílas: “me gustan las historias contadas con esmero y son las únicas que me creo”.

Comparten Eulalia y Germán su veneración por el lenguaje, su convicción de que lo más valioso de la vida es la palabra, que no sólo describe lo que vivimos, sino que en buena parte lo construye. “De cualquier amistad o de cualquier amor lo verdaderamente inherente es el lenguaje que crea según va discurriendo, mejor dicho, el lenguaje es la relación misma porque al inventarse se configura el amor sobre él, igual que no puede separar el caudal de un río de su cauce", leemos. O también, en otro pasaje, recordando una conversación pasada: "de esas veces que notas que hay lenguaje común, que el otro entiende que tú entiendes que ha entendido, y te gusta que sirva aquella broma con todo el sedimento que llevaba debajo". 

Eulalia y Germán hablan durante horas de todo y de nada. No eluden los reproches, pero sobre todo hay entendimiento, ese lenguaje común que comparten, su visión del mundo comprensiva y empática con los demás. Hay multitud de pasajes que se pueden subrayar en la novela, que uno relee y relee. Por ejemplo, cuando leemos que "querer a una persona es quererla en lo que la separa de nosotros, en sus errores y calamidades, es quererla querer, empecinarse, es brega solitaria si lo vas a mirar, una pura pelea a tumba abierta contra las evidencias”. O ese otro momento en le que hablan de lo importante que es apasionarse: “Nos pusimos a hablar de eso, de lo difícil que es tener entusiasmo por algo, notar ese fluido que te une a las cosas y te hace sentirlas tuyas, como cosa de tu cuerpo, incorporarlas, que ya la palabra lo dice”. Es imposible no incorporar al patrimonio sentimental y lector las novelas de Martín Gaite, su cautivadora prosa. 

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