Estos días en los que el pin parental, la última ocurrencia retrógrada de la extrema derecha, ha marcado el debate público en España he leído el impactante y necesario Boy Erased (Identidad Borrada), editado en España por Dos Bigotes, con traducción de Bruno Álvarez Herrero y José Montserrat Vicent. Su autor, Garrard Conley, narra en primera persona su experiencia real en una pseudoterapia para “curar” la homosexualidad en Estados Unidos.
A medida que iba escuchando las burradas de los defensores del veto parental a la educación en diversidad y el respeto a los Derechos Humanos y, a la vez, iba avanzando en la lectura de este libro no podía dejar de preguntarme si acaso los retrógrados que esconden su homofobia en este invento del pin parental no preferirían acaso que en lugar de clases sobre diversidad se impartieran estos cursos homófobos llenos de odio. Quizá no les valga con hurtar a sus hijos de una elemental educación cívica para vivir en sociedad con más armas que los prejuicios de sus padres y quieren, además, curar la homosexualidad de los hijos descarriados que aman, viven y sienten distinto a ellos. No sería tan raro que prefieran este tipo de pseudoterapias. De hecho, el estreno en España de Identidad borrada, la película basada en este libro, coincidió con unas informaciones de Eldiario.es en las que se contaba que existían en España cursos aberrantes de este tipo, que demostraban hasta qué punto la realidad denunciada en el filme no era lejana, ni física ni temporalmente.
Imagino que esos defensores de la homofobia disfraza en el pin parental no dejarían a sus hijos leer este libro. No digamos ya, leerlo ellos mismos. Es una pena. Esta obra, que además de ser conmovedora está muy bien escrita, ayudaría (o eso quiere creer) a personas de mentes cerradas a entender el devastador efecto que puede causar la alergia a la diversidad, el odio a la diferencia. Garrard Conley es superviviente de una de estas pseudoterapias, algo que lamentablemente no pueden decir todas las personas cuya vida han destrozado asociaciones como esta de Love in Action, que pervierten la palabra amor y la religión con unos planteamientos terribles, que asocian homosexualidad con pecado y aberración.
El autor, hijo de un pastor y habitante de una comunidad muy conservadora, explica cómo descubrió que era gay y cómo este hecho llevó a sus padres a decidir inscribirle en un curso para curarle, como si lo que siente y lo que es fuera algo malo. El relato es estremecedor, porque no hay un ápice de ficción en lo que cuenta, porque desgarra el daño causado en la vida de ese joven sensible, amante de la lectura, convencido cristiano, que quiere y respeta a sus padres, pero que no puede negar esa parte de su identidad que la sociedad en la que vive no acepta.
Hay varios pasajes del libro especialmente impactantes. Por ejemplo, la sensación que le causa la película La pasión de Cristo, que vio con os amigos universitarios que son ateos, donde descubrió que su fe religiosa seguía impertérrita, a pesar de las salvajadas sufridas en nombre de esa misma religión por un grupo de fanáticos. O la conversación que mantiene con su médica, que le hace un análisis de testosterona (otra de las creencias sin rigor alguno de sus padres y su entorno), quien le ofrece al autor una salida a eso que está sufriendo: “Conozco a muchas personas que han aceptado esta parte de sí mismas y han conseguido tener una buena vida”. Él no se aferra a ese salvavidas, quiere honrar a sus padres, no decepcionarlos, cambiar, combatir contra lo que siente, porque no es aceptado en su mundo.
Poco a poco, afortunadamente, todo va cambiando. Por ejemplo, una cena con su madre, en un hotel, un pequeño oasis en medio de esos cursos que asocian homosexualidad con pecado, con abusos en la infancia, con actos demenciales de sus antepasados. En ella, él le reprocha a su madre un comentario subido de tono, a lo que ella responde: "a veces no sé distinguir entre blasfemia y diversión”. También resuenan con estrépito en la mente del lector otras palabras, las que le dice Caleb, un artista gay por el que Garrard Conley siente una fuerte atracción: “por qué iba Dios a darme tantos sentimientos si no quisiese que los sintiera?”
Mientras ahí fuera se sigue debatiendo del pin parental, como si los derechos humanos fuera una opinión o algo discutible u opciones, termino el libro conmovido y lo aprieto con fuerza en mis manos, como si fuera un talismán ante el gris resurgir de la extrema derecha y su homofobia, ante tanta incomprensión y falta de empatía. En parte, porque lo es, claro. Naturalmente que libros así son necesarios, aunque sólo sea para mostrar adónde conduce el odio, y para combatir con ideas el ruido de los intolerantes, para usar ese mismo idioma que otros ensucian con su discurso del odio para todo lo contrario, construir espacios de libertad e igualdad, para avanzar por el buen camino. Y, además de todo eso, es un libro magnífico desde todos los puntos de vista. No dejen de leerlo.
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