Fin de siglo

Las mejores películas, las que valen la pena de verdad, son aquellas que tratan al espectador como una persona madura, las que no explicitan con todo lujo de detalles lo que quieren decir o cómo termina la historia, las que dejan margen a la interpretación y viven otras vidas y siguen otras sendas en la imaginación de quienes las ven. Son esas películas que se recuerdan con el paso del tiempo, las que desconciertan por momentos y, por momentos, enamoran. Fin de siglo, la ópera prima de Lucio Castro, está dentro de este reducido grupo de películas. La película, encantadora, es una especie de milagro si se tiene en cuenta que se rodó en 12 días, con un presupuesto muy modesto y con un equipo de apenas siete personas, incluidos los tres intérpretes del filme. Una vez más, el talento suple con creces la falta de medios. 


La película transcurre en Barcelona. Luce llena de encanto la ciudad, como es, tanto en las partes de postal como en las zonas conocidas, en sus callejuelas, en cada rincón. El filme, una historia de amor, pero no sólo, reflexiona sobre el paso del tiempo, las vidas que podrían haber sido, el cómo cambiamos. Habla del amor, claro, pero también de la idealización, del contraste entre lo que aspiramos a ser y en lo que nos terminamos convirtiendo. Aparece en la película la eterna disyuntiva entre el compromiso y la absoluta libertad, la satisfacción de saber que alguien te necesita y el alivio de sentirse solo y plenamente libre. Es una película que hace pensar, con un comienzo de unos cuantos planos en absoluto silencio, que antecede a unos diálogos brillantes y precisos. 

La historia comienza cuando Ocho (Juan Barberini) llega a Barcelona. Allí se encuentra con Javi (Ramón Pujol). Un encuentro casual entre dos hombres que se atraen, pero que ya se habían conocido en el pasado. Ése es el original punto de partida. A partir de ahí, el filme sigue unos derroteros que, naturalmente, no desvelaremos aquí. Los dos hombres hablan de sus vidas, del pasado, de lo que tienen y de lo que añoran. Hablan de la soledad, de la paternidad, de la extraordinaria emoción de sentir que la vida es un lienzo en blanco que uno pueda colorear con absoluta libertad, pero también de la no menos extraordinaria emoción de formar parte de un equipo, de crear algo al lado de otra persona. Habla de cambiar la perspectiva, de crecer, de la fidelidad a los principios, anhelos y aspiraciones de nuestro yo del pasado. De cambiar. De adaptarse. 

Hay varias escenas en el filme de una belleza conmovedora. En general, los diálogo entre los dos protagonistas son deliciosos. Hablan de temas profundos, pero con una ligereza, al menos aparente, que se agradece. Fluye con naturalidad la relación entre ambos, igual que fluyen sus reflexiones, con esa "intensidad argentina", de la que irónicamente se habla en esta película, en efecto, argentina, pero sin mensajes esculpidos en piedra, con más preguntas que respuestas. Es un rasgo éste que también tiene en común Fin de siglo con las películas realmente valiosas: no tiene mensaje alguno, no se posiciona de un lado u otro. Deja exponer distintas opiniones, distintas visiones de la vida, y muestra  a dos seres humanos con sus ilusiones, sus vulnerabilidades y sus contradicciones. . Dos hombres de carne y hueso. La química entre los dos protagonistas y su más que solvente interpretación elevan aún más un guión sagaz y muy atractivo. 

A caballo entre la tentación de vivir siempre en transición, sin llegar a un punto de destino, y la ilusión de sentir que sí se ha llegado a esa meta, que se vive una vida plena al lado de alguien, siendo libres en pareja, transcurre el filme. Insisto, no hay una única opción buena. Se trata de hacer pensar, no de decir qué se debe pensar. De lo mejor que le puede pasar a una película, que no termine cuando acaba, que abra ventanas, o mejor, balcones, por las que se asomen fabulando los espectadores, ensamblando las piezas a su manera. Y eso sucede con Fin de siglo, como quedó claro en el coloquio que anoche se celebró en la siempre imponente Sala Azcona, de la Cineteca, en el marco del festival de cine LGTBI LesGaiCineMad, que este año celebra su 24º edición en Madrid, junto a Ramón Pujol. La película llegará a las salas comerciales de la mano de Filmin y se estrenará en cines el 13 de diciembre. Es un filme tan modesto como recomendable, tan chiquito como encantador. Un trocito de vida. Nada más. Nada menos. 

Contó Ramón Pujol en el coloquio algún detalle del comprimido rodaje de la película, del que guarda un buen recuerdo. Explicó que empezó el filme sin grandes expectativas, que es como empiezan las cosas realmente grandes en la vida. Cautiva en su interpretación de Javi, como lo hizo en el teatro con Smiley, aquella deliciosa obra de Guillem Clua de la que, según contó el actor, están preparando una secuela, que comienza años después de su final, y que fue el notición de la noche para muchos que recordamos con especial cariño aquella obra tierna, divertida y vitalista, en la que el actor deslumbró. Una vez más, el tiempo. El tiempo como motor del cine, es decir, de la vida. 

Esperaremos con mucha atención el estreno de esa secuela teatral, porque Smiley crea una atmósfera de esas que son necesarias en tiempos grises y con amenazas regresivas, como necesario es el cine que se muestra en LesGaiCineMad. Una de las películas que se podrán ver en este festival, And then we danced, ha recibido estos días amenazas de boicot y protestas homófobas en Georgia, una prueba más de que esta clase de historias son necesarias. Lamentablemente, no hace falta irnos demasiado lejos para comprobar hasta qué punto es así (esta noche, a eso de las diez y media, parece que tendremos otra prueba nítida de ello). Por eso es muy de agradecer que existan espacios como este festival que organiza la Fundación Triángulo, que se cuenten estas historias y, sobre todo, que se cuenten con la belleza y buen pulso narrativo que exhibe esa maravillosa Fin de siglo

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