Copenhague

"Un trhiller científico, humano y ético". Así describe Claudio Tolcachir, director de Copenhague, la extraordinaria pieza teatral de Michael Frayn, que se representa hasta el 30 de junio en el Teatro La Abadía de Madrid. Es una obra exigente. Lo es para los actores, que sostienen un texto tan formidable y valioso como complejo desde muchos puntos de vista, y lo es también para los espectadores. Exige un plus de atención, más que la mayoría de las obras teatrales en cartel. Pero, a cambio, ofrece una formidable historia en la que se entremezclan sucesos de la historia nunca aclarados del todo, ciencia, guerra, patriotismo y, sobre todo, amistad. Una gran cantidad de asuntos trascendentales que se abordan con maestría. Es cierto que es una función compleja, hasta cierto punto, pero en absoluto densa ni inaccesible para el gran público. El tema abordado no es ligero y se requiere una gran concentración para no perder el hilo, pero, al final, son las obras de teatro que más exigen las que más cautivan, las que más valen la pena


La obra recrea una misteriosa visita que hizo en 1941 Werner Heisenberg, físico alemán que estaba al cargo del programa nuclear de la Alemania nazi, a su antiguo maestro, Niels Bohr, quien vive en Copenhague bajo la ocupación nazi. Aún hoy no se sabe qué hablaron los dos viejos colegas y amigos, que habían desarrollado juntos teorías clave de la Física del siglo XX. "Todo el mundo comprende, o cree comprender, el principio de la incertidumbre, pero nadie comprende ese viaje", afirma Heisenberg (inmenso Carlos Hipólito) al principio de la obra. En efecto, se desconoce qué ocurrió exactamente en ese encuentro y especialmente cuáles eran las motivaciones del físico alemán para desplazarse hacia Copenhague. 

Una de las teorías, la que adopta esta obra teatral, dice que Heisenberg no desarrolló la bomba atómica para los nazis porque no quiso, no porque no pudiera hacerlo. Según esta tesis, él sabía bien lo que significaba poner en las manos de Hitler un arma de semejante potencia destructora. Heisenberg vivió 30 años más y se pasó todo ese tiempo justificando su puesto como máximo responsable del programa nuclear de la Alemania nazi. Dio muchas más explicaciones que los físicos exiliados en Estados Unidos que terminaron ayudando a desarrollar la bomba atómica que sí lanzó Estados Unidos en Japón, para culminar la II Guerra Mundial, causando una masacre de inmensas proporciones. 

En la obra se recrea aquel encuentro. Bohr, a quien da vida Emilio Gutiérrez Caba, tan totémico como acostumbra, y su esposa Margrethe (impecable Malena Gutiérrez) reciben en Copenhague a Heisenberg, en un ambiente complicado, casi irrespirable, para todos ellos. Para Bohr no es fácil recibir a su amigo, que está colaborando con el régimen nazi, mientras que para Heisenberg también resulta delicado sentirse juzgado por su viejo maestro. La amistad, esa relación intensa y especial entre ambos, sale a flote por momentos, a pesar de todo. Esa confianza, esa forma de entenderse, las bromas sobre anécdotas pasadas juntos, el recuerdo de sus logros en la investigación, la memoria del apoyo en los malos momentos personales. Esta obra aborda muchos temas y todos ellos de gran calado, pero de alguna manera es, por encima de todo lo más, una obra sobre la amistad. Sobre una amistad puesta a prueba por la sinrazón de la guerra, sobre la posibilidad (o no) de mantener un hilo de esperanza basado en la confianza en alguien que reconoces como de los tuyos, aunque tenga otra bandera, aunque sus metas y las tuyas parezcan tan enfrentadas. 

Pero la obra, claro, no sólo va de eso. Estremece la pregunta de qué habría hecho Hitler de contar con una bomba atómica, todas las ciudades sobre las que la podría haber lanzado (Londres, París...) y las consecuencias que semejante despliegue armamentístico habría provocado. Posiblemente, el mundo de hoy se parecería más al que dibuja la distopía de El Hombre en el castillo, que recrea lo que habría pasado si la Alemania nazi hubiera ganado la guerra. Y también flota en el ambiente de La Abadía otra pregunta, la que lo desató todo: "¿hasta qué punto están legitimados los científicos para desarrollar investigaciones que deriven en la construcción de un arma atómica? ¿Dónde queda la ética? ¿Es responsable alguien que trabaja para un régimen dictatorial y sanguinario de los actos que comete? ¿Es más práctico rebelarse contra ese régimen o intentar debilitarlo desde dentro o, al menos, minimizar sus daños? Muchas preguntas que deslizan con su trepidante y magistral duelo interpretativo encima de las tablas Carlos Hipólito y Emilio Gutiérrez Caba, con el personaje de Malena Gutiérrez como narradora y, en ocasiones, como representa del público no puesto en la materia abordada, que exige a los interlocutores que hablen de la Física y de sus teorías con lenguaje claro, para que lo entienda todo el mundo. 

El patriotismo, el amor a la tierra de cada uno, también juega un papel importante en esta función. Y está tratado de un modo tan convincente y poderoso que incluso remueve a quien no siente el menor apego por bandera alguna y quien recela de cualquier nacionalismo o patriotismo (lo mismo, pero cuando eres tú quien lo siente y no el vecino de enfrente). Porque Heisenberg afirma que no puede dejar de amar a Alemania, aunque su país se haya equivocado, aunque no esté del lado correcto de la historia, aunque se haya echado en brazos de un lunático (eso no lo dice, no de forma tan contundente). Porque para él Alemania son las calles de su infancia, su familia, sus hijos, los recuerdos, su barrio, las casas en las que ha vivido, los lugares donde ha crecido y ha aprendido a amar y a sentir y a vivir. Habla Heisenberg de sus hijos, algo universal, con lo que todo el mundo puede empatizar, con lo que, sin duda, conectan sus viejos amigos.

Y, de trasfondo de esta relación de amistad tan fructífera para la historia de la Física, la guerra, la sinrazón de la guerra, que todo lo destroza. La irreparable herida que causa ver tu barrio, tu ciudad, tu país, totalmente devastados. Uno de los momentos más impactantes de la obra es aquel en el que Heisenberg rememora su visión de cuerpos abrasados por los bombadreos, niños abandonados que habían sido reclutados y casas hundidas. La guerra y los remordimientos. La guerra y el despertar de los más bajos instintos. La guerra que todo lo mancha, que ensucia las conciencias de quienes, por activa o por pasiva, no han podido evitar el desastre, que levanta un muro infranqueable entre amigos. La guerra y el desgarro del exilio. La guerra y el fin de un pasado feliz, en paz, de entendimiento, de un tiempo en el que Europa parecía haber aprendido de los errores. La guerra y su capacidad para difundir el odio y la rabia. La guerra y sus contradicciones, como por ejemplo, la de que los ganadores de la II Guerra Mundial sí desarrollaron un arma nuclear y son los únicos que la han utilizado. La guerra y la muerte, la muerte que todo lo iguala, que todo lo relativiza, medida de todas cosas, de la que también se reflexiona en Copenhague. 

Guerra, Historia, Física nuclear... Temas complejos, sí, pero que combinados con talento terminan ofreciendo una inspiradora obra teatral, de las que invitan a la reflexión, de las que dejan al espectador sentado en la butaca un ratito, dándole vueltas a todo lo que ha visto y, sobre todo, escuchado. Porque el teatro, el buen teatro, el que vale la pena, el que perdura en la memoria, es aquel que lleva más lejos el arrollador poder de la palabra. Con unos diálogos portentosos y unas interpretaciones sensacionales que están a la altura de un libreto tan complejo, Copenhague es una obra altamente recomendable para todo aquel dispuesto a aceptar su cierta exigencia temática. Teatro de peso, de hondura. Teatro valioso. Teatro, sin más, bendito y siempre necesario teatro. De lo mejor que he visto últimamente. 

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