La paradoja de "Roma"

Mañana se entregan los Oscar. Este año, uno de los alicientes indiscutibles es la opción de que  Roma, la bella y tierna película en la que Alfonso Cuarón homenajea a las mujeres de su infancia desde el punto de vista de una empleada doméstica, se lleve el galardón a la mejor película del año. Sería la primera cinta rodada en español en llevarse este premio. Y, por supuesto, también la primera película producida por Netflix y estrenada en la plataforma televisiva a la par que en unos pocos cines, que conquistara Hollywood. 


Tenemos dicho aquí que los premios tienen una importancia relativa, porque los galardones no dicen gran cosa sobre la calidad de las películas. Una cinta con 10 Oscar no es el doble de buena que una con cinco, o no necesariamente. Pero los premios, especialmente los Oscar, sí son relevantes, al menos, porque durante unos días no se habla de otra cosa, por su enorme repercusión mediática. Y puede que el lunes todo el mundo hable de Roma, una modesta cinta en blanco y negro, en la que no pasa realmente nada, pero pasa casi todo. Una cinta hermosa, en la que cada plano es un cuadro. Una obra intimista, la más personal de Cuarón, que es responsable de casi todo, desde la fotografía a la dirección. Una gran película, con expectativas, tal vez, algo desmedidas, pero eso no es culpa de ella, es algo exógeno al filme. Pero es, sobre todo, una película repleta de paradojas. 

Roma no es la primera película producida por Netflix que brillan en festivales o es nominada en los premios gordos de la academia estadounidense de cine, pero sí es la que más unánimemente ha sido elogiada por la crítica. Y, probablemente, la más bella, la más especial. Es, claramente, la película que ha abierto un diálogo, destrozando formas de actuar asentadas durante décadas. Porque nada volverá a ser igual tras la última película de Cuarón. Todos los esquemas han saltado por los aires. Esta, producida por Netflix, demuestra que el modelo de distribución del séptimo arte está abocado a una revolución incuestionable, que deja en e aire el futuro de las salas de cine tal y como la conocemos, lo cual es malo, o preocupante. Pero, al mismo tiempo, es un proyecto que los grandes estudios probablemente no habrían producido. 

Nada es tan sencillo como se suele presentar y en el debate que abre Roma no funcionan las posturas de blanco o negro, de buenos y malos. Porque sería lamentable que las salas de cine desaparecieran, sin duda, y en la experiencia del cine, de la pantalla grande, se perdería mucho si sólo quedaran las plataformas como Netflix. Sin duda. Pero resulta que Netflix está permitiendo sacar adelante proyectos que no encontraron antes financiación. En parte, porque estas plataformas buscan prestigio, sí. Pero también porque se arriesgan más que los estudios, y eso es difícilmente cuestionable. Son innumerables los ejemplos de películas que sólo han podido ver la luz gracias a Netflix u otros nuevos operadores. La última, Elisa y Marcela, de Isabel Coixet, una historia con la que la directora llamó a todas las puertas, sin que se abriera ninguna. 

La gran paradoja que plantea Netflix es que amenaza el modelo de distribución clásico del cine, pero a la vez, está produciendo el mejor cine. La imagen de Netflix como salvador choca con el riesgo cierto al que se enfrenta el modelo clásico del cine, ese que recrea con romanticismo y belleza la propia Roma, por cierto, en una de sus escenas. Pero tampoco se puede comprar la imagen contraria, la de Netflix como un malvado actor que viene a destrozarlo todo, ya que está acogiendo a directores excelsos y a proyectos que antes los grandes estudios habían rechazado. Cambiará la distribución, todos tendrán que reinventarse, Netflix tiene probablemente tantas luces como sombras, pero actitudes cerradas como la del Festival de Cannes, que rechaza a las películas producidas por plataformas televisivas, parecen tener escaso recorrido. Entre otras cosas, porque Roma, como tantas otras películas producidas por Netflix, es una cinta magnífica. Y eso, en el fondo, es lo único que importa. 

No es igual, claro, verla en una pantalla de móvil que en una pantalla grande. No lo es en absoluto desde ningún punto de vista. Pero, al final, seguimos hablando de lo mismo: historias contadas con imágenes, que despiertan emociones, que fascinan, que perturban, que inquietan, que enamoran. Es el cine, abocado a reinventarse, pero obligado a mantener su esencia, su alma, esa que impregna cada plano de Roma. 

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