Yuli

El cine de Icíar Bollaín tiene una sensibilidad especial y Yuli, su última película, no es una excepción. La cinta, que tiene guión de Paul Laverty y que se basa en la novela autobiográfica de Carlos Acosta No way home, narra de forma emotiva y muy hermosa la vida de este mítico bailarín cubano. El propio Acosta aparece en el filme, en la actualidad, recordando su infancia, en la que odiaba el baile, pero en la que su padre, muy severo, le obligó a trabajar duro para desarrollar su talento, un don natural arrollador. La película se recrea en escenas de baile, que rememoran la vida de Acosta. Son deliciosas. No es de esas películas de ballet sin ballet. Hay muchas escenas de baile y son todas ellas extraordinarias, todas aportan, todas hacen crecer la película. Dialogan con el viaje emocional al pasado del bailarín. Son piezas perfectamente engarzadas en la película, como perlas de un collar hermoso. 

Yuli es el nombre del hijo de Ogún, un dios africano en quien cree el padre de Acosta. Y así es como le llama desde muy niño, cuando ve en él un talento inmenso, cuando le dice que hará grandes cosas, que debe seguir su estrella y convertirse en un gran artista. Pero Acosta no quiere. Se rebela. Se resiste. Escapa de la escuela nacional de ballet de Cuba. No quiere seguir el camino que le marca su talento. No le interesa seguir su estrella. Quiere tener una vida normal. Ser feliz. Disfrutar de las pequeñas cosas de la vida. Bailar, sí, pero no tener una carrera como bailarín. Disfrutar de sus movimientos, sí, pero en la calle, como diversión, no como profesión exigente. Pero el padre no se lo permite. Porque considera un deber, de alguna manera, que su hijo no derroche su talento. Porque cree que es lo mejor para él, aunque no le pregunte, aunque no le interesa qué es lo que le hace feliz. 


La historia del filme es dura, sobre todo, porque cuenta la vida real de Carlos Acosta. Se intuye en el tono de la película algo de catarsis en la mirada que la leyenda del baile posa sobre su pasada. Se le ve reconciliado con su padre. "El viejo te quería", le dice un bailarín que prepara su obra a Acosta, en el presente. "Sí, a su manera", responde él. Hay escenas duras. Acosta, Yuli, no recibió cariño de su padre, sólo exigencia. Probablemente, porque no le supo querer de otra manera. Esta película, como Whiplash, por ejemplo, reflexiona sobre las exigencias que acarrea un gran talento, sobre las renuncias de la creación artística. ¿Hasta dónde hay que ceder? ¿Hasta qué punto el arte, que tanto mejora las vidas, importa más que las vidas de quienes lo crean? No recuerdo bien a quién corresponde la anécdota, pero una vez leí que a un gran compositor le dijeron "maestro, daría media vida por componer como usted". A lo que él respondió: "¿y qué cree que he hecho yo?". De eso también va Yuli. Acosta da buena parte de su vida por convertirse en un gran artista. Lo logra, pero a costa de muchas renuncias, y queda en el aire la pregunta de si valió la pena. El talento de Acosta es incuestionable, la belleza de sus bailes es conmovedora y, sin duda, su arte mejora la vida de quienes lo contemplan. Pero él, ¿él ha sido feliz? 

Cuando Acosta gana un premio mundial que le lanza definitivamente a la fama, su familia sigue el certamen por televisión en Cuba. "Es como el primer negro en la luna", dice su padre. "A partir de ahora se pasará toda la vida lejos de casa, como mamá", lamenta su madre, que sufre la ausencia de parte de su familia, que vive en el exilio. Y es esa dualidad entre el orgullo del padre y la emoción de la madre, entre el peso de un país entero a las espaldas de Acosta, la leyenda, y las renuncias enormes de Carlos Acosta, la persona, el chico que de joven llega a Londres sin hablar ni palabra de inglés, el que sufre en soledad una lesión de tobillo, el que añora su familia y su isla. "Debo de ser el único cubano que quiere estar en Cuba", le escuchamos decir, cuando regresa a casa y se siente extraño, porque los chavales le piden monedas en la calle como si fuera un extranjero, porque no se siente ni de aquí ni de allí, porque no termina de sentirse en casa en Londres o en todas las ciudades en las que triunfa, pero tampoco se encuentra como siempre en su hogar, en Cuba. 

No es Yuli una película política, afortunadamente. O no en el sentido de poner el foco en la situación política de la isla. Pero, como bien sabe Icíar Bollaín, todo es política. Hasta las cintas que lo son menos, en apariencia. Y claro que hay política aquí. El desgarro del exilio. La añoranza del hogar. El dolor por las penurias que pasa su gente. La alegría en vena, a pesar de todo. La memoria de siglos de esclavitud. El saberse diferente. El hecho de que todo le cuesta más a una persona sólo por su color de piel. Carlos Acosta fue el primer bailarín negro en interpretar a Romeo en el Royal Ballet de Londres. Es una leyenda viva y ese juego de espejos entre la realidad, el Acosta de hoy en día, en Cuba, con esas maravillosas escenas de La Habana, y el recuerdo de su vida, interpretada por distintos actores, le aporta a Yuli una autenticidad especial. Icíar Bollaín lo ha vuelto a hacer. Su cine es siempre un lugar donde uno desearía quedarse a vivir. 

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