Whiplash

Ayer cuando iba en el metro hacia el centro iban sentados en mismo vagón, justo enfrente, un chaval joven con un hombre mayor, parecía su padre. Iban hablando (sí, a veces escucho conversaciones ajenas en el metro, sólo cuando se me olvida el libro en casa) de instrumentos musicales. Al chico se le iluminaba la cara cuando charlaba con el hombre sobre distintos tipos de guitarras. Se le veía fascinado por lo que le contaba su aparente progenitor sobre los instrumentos de antaño, tiendas, guitarras que había tocado en el pasado... Me perdía un poco en la conversación, tampoco es que estuviera yo cotilleando cada detalle de la misma. Pero era evidente que la música era una pasión compartida entre ambos. Probablemente, su gran nexo de unión. Hablaban de ello como sólo habla la gente de aquello que aman. La música les unía, les hacia compartir una afición. 

Esa relación, esa forma de entender la música que en apenas 20 minutos imaginé en aquellos dos viajeros del metro es exactamente la contraria a la destructiva por autoexigente concepción de la música de los protagonistas de Whiplahs: un chaval de 19 años, quizá la edad del joven que iba en el metro, que quiere ser recordado como uno de los mejores bateristas de la historia, y un profesor de una banda de jazz, también quizá de la edad del padre que acompañaba a su hijo en el metro, tal vez a comprar una guitarra, sádico, odioso y tiránico que maltrata a los miembros de su grupo para exigirles la excelencia y se cree en la obligación moral con la humanidad de exprimir a sus músicos, de hundirles en la misera más absoluta para que den lo mejor de sí mismos. 

Whiplash, nominada a cinco premios Oscar, es una película inquietante y muy perturbadora. Como digo, nos presenta la historia de un joven decidido a supeditarlo todo a brillar como baterista. En un momento de la cinta el joven cuenta que no tiene amigos porque no ha visto la necesidad de tenerlos. Explica que quiere ser recordado como uno de los grandes. Tiene claro su futuro y que está dispuesto a todo para conseguirlo. Aunque el director de la banda le destruya emocionalmente, él sólo busca su reconocimiento. Él sangra, literalmente, ensayando una y otra y otra vez. Es lo más parecido a una droga. Por eso es una cinta muy incómoda para el espectador, muy turbadora. Porque vemos a un joven de 19 años que debería andar con novias, juergas, diversiones, encerrado en solitario para alcanzar el tempo que le pide el despótico director de su banda, con el único propósito de destacar como baterista. 

El ambiente en la banda no puede ser más ferozmente competitivo. En ningún momento de la cinta se ve el menor gesto de compañerismo. El director, magistralmente interpretado por J.K. Simmons, es un tipo despiadado que fomenta la competitividad entre sus músicos, que les trata como si fueran objetos, peones de su orquesta, seres sin sentimientos. Todo vale, insultos, agresiones, gritos. Todo sirve a ojos del director del grupo para alcanzar el virtuosismo, para lograr la excelencia. En la película se habla de una leyenda del jazz, Charlie Parker, quien siendo muy joven actuó en una sesión en el club Reno y allí interpretó mal su solo. El baterista del grupo le tiró un cimbal a la cabeza. Él salió decepcionado, llorando, hundido. Pero al día siguiente se dedicó a ensayar, se volcó en mejorar su técnica. Y, un año después, arrasó, todo el mundo en aquel local donde se le humilló quedó rendido a sus pies. ¿Es un ejemplo? ¿Significa eso que el baterista que humilló y agredió a Parker hizo un gran servicio a la humanidad porque sirvió de acicate a la creatividad y al talento de Parker? 

Aquí está el meollo de la cinta. ¿Hasta qué punto es aceptable que un profesor presione, o incluso humille, a sus músicos para alcanzar la excelencia? ¿Hasta qué punto le compensa a un joven chaval que quiere destacar en la música todas las renuncias que debe hacer para poder dedicarse a ello y ser uno de los mejores? ¿De qué sirve exactamente ser uno de los mejores y quién lo establece? Es una película muy sugerente por la reflexión que plantea. Nos remueve a todos los espectadores, nos zarandea. Porque nosotros admiramos esa música o esa creación artística, quizá ignorando que es fruto de jornadas inhumanas de ensayos, de tratos despóticos. ¿Y si esa pieza, si esa virtuosa interpretación, sólo puede surgir de un clima tan asfixiante como el que refleja la cinta? Nosotros vemos la calidad de la interpretación, pero desconocemos lo que hay detrás. Somos los espectadores de los teatros donde actúa la banda, pero no conocemos la dureza y la agresividad de sus ensayos, la competitividad insana. 

Si se extrapola a otras facetas del mundo de la cultural, podemos disfrutar con la película de un director admirado que en la vida real sea un pobre infeliz, un déspota con la que gente que le rodea, un misántropo. O podemos gozar de una canción compuesta por un ser bastante despreciable que trata mal a todo el mundo y se ha drogado hasta las cejas. De las situaciones más execrables, menos ejemplares, al menos, pueden salir las obras maestras más inspiradoras y cautivadoras. Creo que ahí reside el valor principal de esta película. Esa contradicción. Esa provocativa teoría que insinúa la cinta según la cual sólo llevando al límite a un músico o a cualquier artista este puede alcanzar la excelencia. Me recuerda a una anécdota que leí una vez y se atribuye a distintos compositores musicales. Alguien se acercó a él y le dijo "maestro, daría media vida por tocar por usted". A lo que este respondió, "eso es justo lo que he hecho yo". 

El director del grupo se ve en la obligación de tratar así a los chavales de la banda para intentar regalar al mundo una estrella musical que les fascine con sus interpretaciones. La clave de la cinta es la pregunta, ¿vale la pena esas renuncias, esos sufrimientos infrahumanos del músico, para poder elevarnos con su música? ¿Le vale la pena a él? ¿Sería el joven de la cinta feliz intepretando para él mismo en el salón de su casa o en pequeñas salas y no buscando destacar sobre el resto? ¿Y nos vale la pena a la sociedad? ¿Estamos dispuestos a aceptar que la única forma de gozar de tal virtuosismo es que quien nos lo regale se condene a una vida de renuncias y esfuerzos extremos? Plantea muchas preguntas esta película y ya sólo por eso es una cinta que vale la pena. 

La película logra captar esos esfuerzos impresionantes del protagonistas por llegar a ser el mejor, y también muestra la belleza sin par de la música. Personalmente, la cinta me invita a escuchar jazz sin parar, porque la música incluida en ella es deliciosa, y es justo lo que estoy haciendo, de hecho, al escribir esta crítica. Por tanto, en la película se nos plantea con toda su crudeza este sugerente debate. Aquí está la exquisita armonía de la música y también el reverso que, tal vez, sea necesario para disfrutarla, las renuncias de quien la interpreta. Lo bueno de la cinta es que incómoda para el espectador, porque uno personalmente piensa que no, no todo vale para alcanzar la excelencia. A uno le da pena ese chaval que sólo es feliz con algo que, a la vez, le procura tanto sufrimiento. Un chico tan joven que tiene tan claro, por ejemplo, que mantener una relación con una chica es algo que puede entorpecer su carrera. 

Y se si traslada a otros ámbitos profesionales más allá del artístico, todos podemos encontrar sin problemas ejemplos de personas que hacen enormes renuncias personales y esfuerzos por ser los mejores en lo suyo. Aunque eso implique anular su vida social, renunciar a tener hijos o ser un tipo sin amigos y despótico con quien te rodea. Así, entre la fascinación y el espanto, presenciamos esta película de la que, también he de decirlo, esperaba algo más vistas las excelentes referencias que tenía de ella, pero que sólo por el debate que plantea, por el ritmo trepidante que consigue de principio a fin y por la invitación a la incómoda reflexión que acarrea, vale la pena. 

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