La trampa de la diversidad

“Alguien que necesita una silla de ruedas quizá agradezca que nos refiramos a él como una persona con diversidad funcional antes que como un minusválido. Pero también agradecerá que su ayuntamiento destine una partida presupuestaria para adaptar calles y edificios para facilitarle la movilidad. No debería tener que elegir entre una y otra política, entre redistribución y representación”.  Con este pasaje se resume la premisa de La trampa de la diversidad, de Daniel Bernabé (Akal), cuyo subtítulo deja claro el punto de vista del autor: "cómo el neoliberalismo fragmentó la identidad de la clase trabajadora". Es un libro que a ratos me entusiasma y a ratos me exaspera, pero que siempre me hace pensar, lo cual valoro mucho. 

El ensayo, muy bien construido y razonado, presenta reflexiones de un innegable interés y de una enorme actualidad, pero lo hace a veces rodeadas de un cierto proselitismo. Cuando el autor diagnostica lo que sucede en la actualidad, afirmando que la diversidad se ha convertido en un mercado más que fomenta el individualismo y fragmenta la identidad, es difícil discrepar de sus planteamientos. Tanto como imposible resulta asentir cuando parece añorar el comunismo de la Unión Soviética, o al menos, minimiza sus innumerables errores, su impresentable represión del disidente. Hay una cierta defensa trasnochada de modelos que no funcionaron y que pisotearon los derechos de los ciudadanos, que, cada vez que aparece, me aleja irremediablemente del libro, pero luego rápidamente vuelvo a conectar de nuevo, porque sin duda ofrece una reflexión atractiva que aporta mucho. Además, valoro la voluntad del autor de ir a contracorriente, en contra de todas las corrientes, diríamos, cual kamikaze, casi. En contra del capitalismo y la derecha, por supuesto, pero también de la mayoría de la izquierda, a la que el autor en algún pasaje llega incluso casi a caricaturizar, presentándola obsesionada por la representación de las minorías, pero incapaz de ofrecer una alternativa viable al sistema imperante. 


Es una realidad que los votantes tradicionales de la izquierda, los obreros, la clase trabajadora, se han echado en muchos países en brazos de partidos de extrema derecha. En parte, porque han visto que la izquierda dejó de hablar de ellos y de las condiciones laborales para centrarse en la representación de las minorías, en la defensa de la diversidad. El autor deja meridianamente claro que no está en contra de la diversidad ni de la defensa de los derechos de las minorías. Pero, en su opinión, la izquierda y los activistas han caído en una trampa, que les mantiene entretenidos reivindicando más cómo se debe hablar sobre este o aquel grupo social que propugnando una acción colectiva contra las injusticias. De ahí el ejemplo de la persona con discapacidad, que seguro que desea que no se le llame minisválido, pero que también quiere políticas prácticas que mejoren su día a día. Pero, algunas de las medidas que el autor señala como simbólicas, como el matrimonio homosexual, implican un cambio real para muchas personas, además de construir una sociedad más decente, con más ventanas abiertas, más habitable. 

Creo que el autor acierta, como mínimo, al plantear una visión crítica, siempre necesaria. Y tiene parte de razón, claro. Pero creo también que minimiza el poder de la representación. Es evidente que esa persona con discapacidad quiere que la ciudad no tenga obstáculos en cada calle o que una mujer lesbiana quiere que se le nombre con respeto, pero sobre todo, no ser agredida por la calle. Pero si construimos una sociedad en la que, empezando por el lenguaje y la representación, más personas son conscientes de las dificultades y las injusticias a las que se enfrentan las minorías, esa sociedad será más sensible con estos problemas y reclamará a sus gobernantes que también lo sean. La vida de las personas no heterosexuales no cambiará por el hecho de aparecer representadas en series de televisión o programas. Pero esto sí ayudará a construir una sociedad más abierta, menos proclive al odio al diferente, porque se suele despreciar lo que se desconoce. No hay más que ver cómo los jóvenes son mucho más abiertos y tolerantes que sus padres, en parte, por la representación de personajes no heterosexuales en las series y las películas. En resumen, es verdad que, como señala el autor, a veces las políticas de representación no van acompañadas de otras medidas materiales para mejorar la vida de esas minorías y, por supuesto, ambas políticas deberían ser complementarias. Pero las primeras empujan a las segundas, pienso, más de lo que cree Bernabé. 

El libro está repleto de ejemplos históricos que representan la tesis del autor. La mayoría, muy suculentos, como la campaña encabezada por Edward Bernays, sobrino de Freud, para hacer ver a las mujeres que fumar era un acto de liberación, cuando el fondo de la cuestión era más bien ampliar a la mitad de la población el público potencial de las tabacaleras. O también el caso de Frida Kahlo, como ejemplo de cuando "una figura explícitamente política es descontextualizada para encajar como elemento asumible en nuestra sociedad".

El autor se detiene a analizar el nacimiento de la posmodernidad, tras la ola revolucionaria de 1968. "La posmodernidad es la ausencia de reglas, de un caos ordenado en el que solamente parece que mediante la ironía y el descreimiento podemos fingir algo de comprensión", escribe. O también, "la posmodernidad reduce la historia a un cajón desordenado del que extraer sólo lo que nos conviene. Se reduce lo político a un problema de actitud personal". Con la posmodernidad, afirma el autor, se pasa de militar en sindicatos para intentar cambiar las cosas a entrar en sectas New Age, perfectamente inocuas para el sistema. “Si la gente podía ser feliz en su interior el cambio social se fue haciendo irrelevante para una capa de la sociedad”. 

También resulta muy interesante cómo explica el autor que Margaret Thatcher jugó con el doble significado de la palabra unequal en inglés, la de desigual y la de diferente. La política conservadora supo conjugar ambas aceptaciones y confundirlas, transformar algo percibido por la mayoría de la sociedad como negativo, la desigualdad económica, en una cuestión de diferencia, de diversidad. "Nuestro yo construido socialmente anhela la diversidad pero detesta la colectividad, huye del conflicto general pero se regodea en el específico", escribe. 

Bernabé comparte algunos casos actuales para defender su tesis. Por ejemplo, reconoce que la edición del año pasdo de Operación Triunfo fue positiva por la visibilidad LGTB, pero no se muestra muy partidario del programa, porque "es una persuasión neoliberal descarnada, por fomentar la competencia entre concursantes". También habla de la polémica sobre la cabalgata de Reyes de Vallecas del año pasado, con una carroza por la diversidad afectivo-sexual, en la que se muestra particularmente crítico con los activistas, porque los homófobos también tienen derecho a manifestarse, viene a decir. Critica igualmente el lenguaje inclusivo, porque, dice, no es la causa del machismo. Naturalmente que no lo es, pero sí es una representación de la sociedad patriarcal en la que vivimos. ¿Sirve de algo hablar de forma inclusiva si no se combaten las causas reales de las injusticias que sufren las mujeres? No, claro. Pero lo primero ayuda a concienciar sobre lo segundo. Es un paso más. No el único, tal vez no el más importante, pero un paso más. 

Hay otros aspectos interesantes en este ensayo, como el apartado que dedica al auge de la extrema derecha y la reivindicación que, cínicamente, suele hacer ésta del discurso políticamente correcto, presentándolo como algo distinto al pretendido derecho a insultar a las minorías. “Lo políticamente incorrecto aparece como una lucha por la libertad de expresión cuando no es más que libertad de agresión, de insulto y de estigmatización”, escribe. También acierta al decir que Internet ha dado alas a discursos de odio: “el fetichismo tecnológico, que esperaba una revolución pacífica y liberal del conocimiento, y se ha encontrado con la Rana Pepe enseñando a odiar de forma simpática en internet". 

La trampa de la diversidad, que ha levantado una polvoreda considerable en la izquierda española, es un ensayo atractivo, que invita a la reflexión, con verdades como puños (“el sentido común, que no es más que la ideología general, las creencias compartidas por la mayoría de la población, que además se asumen como propias”, "los trabajadores creen ser la clase media, los ricos pretenden serla"), pero también con otras posturas que me resultan menos defendibles. En general, todas aquellas partes cargadas de cierto sectarismo. Por ejemplo, el autor viene a defender el feminismo, pero sin mujeres de derechas, y creo que a veces cae en una visión algo paternalista de la clase obrera que vota a la extrema derecha, que se aprovecha de lo que llama el mercado de la diversidad y atrae a jóvenes por su mensaje machista, pero esos jóvenes aparecen como sólo unos pobrecitos incautos manipulados por la ultraderecha, que crece gracias a los defensores de la diversidad. Es decir, quienes se echan en brazos de la ultraderecha no tienen ninguna responsabilidad sobre sus actos, según esta postura. Por otro lado, el autor llama a la acción colectiva en vez de tanta identidad fragmentada pero, ¿acaso no fue una acción colectiva la histórica huelga del 8 de marzo? ¿No son colectivas las movilizaciones de las asociaciones LGTB? En cualquier caso, he disfrutado mucho este libro. Bienvenidas sean siempre las visiones criticas y los ensayos que obligan a pensar. 

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