Perfectos desconocidos

Lo último que hacen (hacemos) muchos espectadores antes de que comience la función de Perfectos desconocidos, la versión teatral de la película italiana en la que se basó Álex de la Iglesia para su exitoso filme, es mirar el móvil. Y eso es exactamente lo primero que hacen (hacemos) cuando ha terminado la obra. Es comprensible que historias que tienen a los móviles y nuestra relación con ellos en el centro tengan éxito en sociedades como la nuestra, en la que consultamos los smartphones de forma casi enfermiza. Pero ésa no es la única clave del éxito de la película, primero, y de esta obra teatral, dirigida por Daniel Guzmán

Para empezar, esta historia no habla exactamente de los móviles. O no tanto del móvil y su presencia en nuestra sociedad, sino de nosotros mismos. De alguna manera, nos sitúa ante el espejo, aunque sea un espejo deformante, de esos que exageran los rasgos. Pero la esencia está ahí. Y, envuelta en una capa de comedia, con carcajadas de principio a fin, esta historia plantea en realidad reflexiones más profundas e inteligentes. ¿Hasta qué punto los secretos cimientan muchas relaciones personales? ¿Qué valor tiene la privacidad y la intimidad en una sociedad hiperconectada como la actual, en la que tuiteamos cada paso que damos y hacemos foto de todos los platos que comemos? Ahí reside la clave de esta historia de un grupo de amigos que, en apariencia, se conocen bien, pero que en el fondo son esos perfectos desconocidos a los que alude el título. 


Un juego, en principio inocente y divertido, termina desatando sucesivas tormentas que dinamitan la apacible armonía del grupo. Deciden poner sobre la mesa sus teléfonos móviles y, mientras dure la cena, leer en voz alta cada mensaje o correo que entre, y responder a las llamadas entrantes con altavoz, para que todos escuchen la conversación. Y ahí saltan por los aires los secretos. Pequeños, pequeñas mentiras sin importancia, como aquella maravillosa película francesa, y alguno, algo más grande

Apenas hay cambios en el guión de la función teatral sobre el de la película. Tan sólo alguna modificación en ciertas escenas, incluido el final, que probablemente mejoran aún más la historia. Y ese es otro de los grandes aciertos de esta obra teatral. Imagino que la tentación de cambiarlo todo e intentar dejar su sello existe, pero Daniel Guzmán ha acertado al mantener lo que funciona en esta historia tan teatral, y adaptarla con excelencia, dándole una agilidad enorme. La puesta en escena funciona a la perfección. Y también lo hacen las interpretaciones, sin duda, otra de las claves. En la película, el elenco está impecable, con todos aportando al conjunto, dándole vida a esta historia en la que se van acumulando los encontronazos, los malentendidos y las discusiones. En la obra teatral ocurre exactamente lo mismo. Todos los intérpretes, especialmente ellas, hacen suyo su personaje, distanciándose de su otro yo en la gran pantalla, añadiendo matices distintos. 

Alicia Borrachero nunca decepciona, siempre deslumbra. Lo hizo en Tierra del fuego, una de las obras que más me ha impactado en un teatro, y lo hace aquí, en un registro más de comedia, pero no menos exigente. Impecable. Sensacional también Elena Ballesteros, quien da vida a Violeta, el personaje más cándido e inocente. Y completa el recital interpretativo femenino de la obra una excelsa Olivia Molina, cuyo personaje tiene más hondura en la función teatral que en la película. Mantienen el listón alto también ellos, con Antonio Pagudo, Fernando Soto, Jaime Zataraín e Ismael Fritschi. Los momentos de ternura del filme, que haberlos haylos, se mantienen aquí, incluso más reforzados. Hay un par de escenas en las que el llanto que acude a los ojos no es por una carcajada, sino por la emoción de que sucede en las tablas. La versión teatral de Perfectos desconocidos, en fin, lo tiene todo para vivir una larga vida en el Reina Victoria de Madrid. De momento, cuenta sus funciones por llenazos. 

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