No es el hecho de que Tierra del fuego esté basada en una historia real lo que le confiere su fuerza descomunal. Impresiona que así sea, por supuesto, porque la dureza de lo contado es tremenda. Pero tendría el mismo poder arrollador si fuera una historia puramente ficticia. Si algo caracteriza al buen teatro es precisamente su capacidad de plantear desde la ficción cuestiones delicadas y dolorosas de la realidad, remover, incitar a la reflexión. La obra de Mario Diament, dirigida por Claudio Tolcachir, se dedica a hacer preguntas, no a sugerir respuestas, con el conflicto palestino israelí de fondo. Huye de las verdades absolutas. Y duele, físicamente, con una intensidad dramática brutal, sin un instante de descanso para el espectador, sin respiro, sin escapatoria posible. La historia atrapa con un poder hipnótico. Es una pieza extraordinaria, conmovedora, desgarradora. Una demostración fastuosa de lo necesario que es el teatro, de su insuperable valor reflexivo y transformador. Suena a tópico, pero es así. Uno sale de ver la función distinto a como entró.
El conflicto entre Israel y Palestina es un asunto muy sensible, del que es imposible salir indemne. Quizá, de los más dramáticos y complejos, de los más delicados, de esos muy difíciles de abordar. De ahí la valentía y honestidad de esta obra, que desagradará por igual a defensores a ultranza del gobierno israelí y sus políticas y a quienes apoyan sin matices la causa palestina. En la obra se cuenta la historia de Yael Alón (interpretada por Alicia Borrachero), que está inspirada en Yulie Cohen. Fue víctima de un atentado en Londres, por ser israelí. A su lado, falleció asesinada una amiga. Tenían 22 años. Dos décadas después, decide ponerse en contacto con quién asesinó a su amiga, Hassan El-Fawzi (interpretado por Abdelatif Hwidar). No sabe bien lo que busca, pero siente que lo necesita tener ese encuentro. Ella no es la misma de entonces. Es una activista por la paz. Y él, tampoco. Pero el conflicto no ha hecho más que enquistarse.
Lo que sigue es un tsunami emocional, una obra en la que palabras como perdón, limpieza étnica, guerra, odio, muerte, intolerancia, inundan la sala Max Aub del Matadero con su sonoridad y gravedad. Yael siente la incomprensión de los suyos. Su esposo, Ilán (Tristán Ulloa) le advierte de las consecuencias que puede tener para toda su familia en Israel que decida visita a quien le arrebató la vida a su amiga y a punto estuvo de acabar con la suya. La madre de esta amiga asesinada plantea el dolor indescriptible de una madre a la que separan de su hija, a la que arrebatan cualquier opción de alegría, como dice el personaje de Geula Golán (Malena Gutiérrez), en un momento de la obra, le reprocha el encuentro. Pero ella necesita visitar a ese hombre. Preguntarle por qué estuvo a punto de matarla, que le movió a disparar indiscriminadamente contra civiles inocentes. Y si su mirada sigue transmitiendo la misma indiferencia que ella recuerda haber visto en los ojos de Hassan instantes antes de perpetrar el atentado.
Lo más prodigioso de la obra, que es un prodigio en sí mismo, una de esas contadas obras teatrales que uno sabe que no olvidará, que recordará con un estremecimiento es que ambos personajes, israelí y palestino, víctima del atentado y autor del mismo, se curaron el odio, o al menos aprendieron a mirar de un modo distinto al diferente, leyendo. "Entonces comprendí que los dos nos hemos criado entre mentiras y mitos", escuchamos en un momento de la función. "Ese libro me cambió". Es la obra una aproximación valiente y desprejuiciada al conflicto entre Israel y Palestina, pero también un canto al poder transformador de la cultura. Hassan ya no es el mismo joven que disparó contra esas personas. Y, en buena medida, esa transformación se debe a que leyó. Sobre el Holocausto. Sobre la resistencia judía en la II Guerra Mundial. Igual que Yael leyó sobre el pasado de los árabes en la tierra prometida de los judíos. "Ellos no tuvieron nada que ver con nuestro sufrimiento, y les echamos de sus casas".
Las historias personales de los dos protagonistas, Yael y Hassan, víctimas a su manera ambos del pasado, del conflicto enraizado, de tanta violencia fanática, de tanta injusticia, de tanto pavor y odio al diferente, sirven para presentar también el conflicto entre Israel y Palestina. Los cimientos manchados de sangre en los que se sostiene el status quo actual, la indiferencia a ambos lados ante el sufrimiento de los vecinos. Las inhumanas condiciones de vida en las que subsisten los refugiados palestinos. El miedo de los israelíes, y lo que les marca el pasado de éxodos y sufrimiento.
En la obra, hora y 20 minutos de enorme carga dramática de principio a fin, de magistral planteamiento de una historia impresionante, se escuchan todas las voces. Incluso, todas a la vez, en una brillante alegoría del ruido de rencores que ahoga cualquier esperanza de paz desde hace décadas en Oriente Medio. Se escucha el ellos y nosotros, tan devastador. El "centrarse en las causas, pero olvidar las consecuencias". Se escuchan frases rotundas, contundentes, sabias. "Es más cómodo el odio. El odio te da fuerza, no te traiciona. El amor es otra cosa. Hay que construirlo". El espectador sigue en escrupuloso silencio, quizá sólo interrumpido por algún llanto ahogado, con un nudo el estómago, absolutamente conmovido, esta excepcional obra, que ayuda a entender mejor el conflicto entre Israel y Palestina y que huye de estereotipos y prejuicios. No adopta un punto de vista frío o equidistante, más bien tolerante, dialogante, centrado en las personas, proclive a buscar una esperanza de paz, un futuro que aparque tanta muerte y sufrimiento en balde. Las interpretaciones del elenco son formidables, y no aparenta ser precisamente una obra sencilla para los actores, con cuestiones tan graves de fondo.
"Quizá si seguimos dialogando, por ahí, algún día encontremos una solución. Si nos seguimos matando, no quedará nadie que escuche". Hasta el 5 de junio está en cartel Tierra del fuego, muy recomendable.
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