Por trece razones 2

La primera temporada de Por trece razones fue tan impactante y adictiva como innecesaria y decepcionante ha resultado la segunda. Quizá decepcionante no sea la palabra, porque parecía claro desde que se supo que se iba a rodar una segunda temporada de la serie que sería un error intentar alargar la historia de la novela de Jay Asher, ya contada en su integridad con acierto y buen pulso narrativo en los trece primeros episodios de la serie. Trece capítulos, trece cintas grabadas por Hannah Baker (Katherine Langford), destinadas a sendas personas de su entorno que no hicieron todo lo posible para evitar su suicidio. La estructura no podía ser más clara y precisa. No podía resultar más inadecuado rodar una segunda temporada. Hay series que pueden ser alargadas sin resentirse su calidad o cambiar su naturaleza, pero ésta no es una de ellas, por mucho que, debido a su éxito, resultara tan tentador. 

Vista la segunda temporada de la serie de Netflix, en efecto, rodarla ha sido un error. El primer capítulo de esta tanda parece hecho precisamente para justificar la existencia de la segunda temporada. Los personajes intentan superar el suicidio de Hannah, pero no lo logran, todos están devastados, cada uno a su manera. La madre de la joven ha llevado a juicio al instituto de su hija, y será ese proceso el hilo conductor de la temporada. Clay Jensen (Dylan Minnette), enamorado de Hannah, también intenta salir adelante, con escaso éxito. La vida nunca volverá a ser igual para ninguno de ellos. Pero todo lo que funcionaba a nivel narrativo en la primera temporada falta en la segunda. Hay algún destello de interés, como el intento por enmendar sus errores del orientador del centro, que no fue capaz de ayudar a Hannah en el momento en el que más clamaba auxilio; el emotivo último capítulo, que casi recupera el ritmo y la intensidad de la temporada anterior; o el poderoso mensaje que lanza sobre el consentimiento en las relaciones sexuales. Pero nada tiene que ver el impacto de la primera temporada con esta otra tanda de episodios a medio gas. 


La serie lo fía todo al cariño que los espectadores cogieron en la primera temorada a los personajes. Cariño o desprecio, según el caso. Pero eso no justifica una tanda de trece nuevos capítulos en los que se decide volver sobre la misma historia de los trece anteriores, reconstruyéndola incluso. Es lógico que cada personaje recuerde la vida de Hannah de una forma distinta. También lo es que lo que ella contó en sus cintas no sea toda la verdad. Pero resulta bastante inverosímil que no se conocieran en la primera temporada algunas de las revelaciones que se hacen en esta segunda. Sencillamente no suena creíble. Ni resulta del todo honesto con los espectadores darle un sentido un diferente a algunas de las escenas y las tramas de la primera temporada, continuándolas o aportándole un contexto del que carecieron en los episodios anteriores, sólo por estirar más el chicle. 

La historia de Clay, su necesidad de superar la muerte de Hannah pero, a la vez, su incapacidad de olvidarse de ella y de lo que le hizo sentir, es atractiva. Pero, de nuevo, no aporta nada esencialmente nuevo. La primera temporada tiene un ritmo trepidante y genera una intriga extraordinaria, a la que esta segunda no llega en ningún momento. En la primera hay dudas, se genera una enorme inquietud en el espectador sobre quién hizo o o dejó de hacer qué, para estar incluido en esas cintas de Hannah. Y esa tensión por conocer las razones que llevaron a Hannah a quitarse la vida se mantiene hasta el final de la temporada. En la segunda, sin embargo, todas las cartas están sobre la mesa. Ya sabemos quiénes son los que ayudaron a Hannah y quiénes le hicieron la vida imposible. Ya sabemos todo lo que hicieron los personajes, o lo que dejaron de hacer. No hay intriga, ni hay tensión. Hay cierta moralina, incluso. Y, de nuevo, se juega con el cariño o la empatía con los personajes, pero sin lograr levantar el interés por la historia. 

Si un acierto se le puede conceder a Por trece razones, tanto en la primera temporada como en la segunda, es que plantea debates infrecuentes y aborda cuestiones delicadas. El suicidio, más aún en la adolescencia, es un asunto tabú y es de agradecer que se aborde con la inteligencia, la profundidad y la madurez con la que lo hace esta serie. Hubo una polémica algo estúpida sobre la representación del suicidio en la serie, que venía a decir algo así como que los guionistas de Homeland son culpables de los atentados terroristas. Es evidente que una serie como Por trece razones no es la más adecuada para un joven que padezca una severa depresión y no tenga la compañía o la ayuda adecuada. Pero igual que una historia sobre la muerte puede no ser la más adecuada para alguien que acaba de perder a un ser querido. Pero eso no resta mérito a la serie. Por trece razones fue muy impactante en su primera temporada, y además del suicidio, abrió el debate sobre el acoso escolar y la ley del silencio en los centros educativos, sobre las drogas y la violación. A estos temas se suman las armas y la violencia en la segunda temporada. Pero, de nuevo, en la segunda tanda de capítulos no se cuenta la historia con el mismo interés que en la primera. 

El final abierto de esta segunda temporada anticipa una tercera a la que me temo que ya no me sumaré. Desconozco por dónde tirará la serie, pero da la sensación de que pocas veces es tan injustificado prolongar una historia, aunque sea a costa de devaluarla o de transformarla en algo totalmente distinto, y menos impactante, a lo que fue en su origen. Por trece razones no nació como una serie adolescente más, pero me temo que se dirige aceleradamente hacia ello. 

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