Dice Woody Allen que dejó de leer hace mucho las críticas de sus películas y que, en todo caso, le gustan las "reacciones sencillas", porque las críticas sesudas y meticulosas, las que se toman a sí mismas muy en serio, "no son más que racionalizaciones concebidas para justificar una respuesta emocional a una película". Desconozco si el genial cineasta neoyorquino ha visto Por trece razones, la serie de Netflix basada en la novela de Jay Asher, pero esta reflexión suya me viene a la cabeza a la hora de escribir una crítica sobre la producción. Me ha cautivado, hacía mucho que una serie no me resultaba tan adictiva. Lo que sigue, probablemente, no es más que una racionalización que busca justificar esa respuesta emocional a la serie, tan potente, tan cautivadora. Pero, aun a riesgo de quedar "como un idiota que se pone a maquillar de seriedad lo que le importa", que canta Funambulista, aquí va mi crítica de la serie.
Dos buenas amigas, de cuyo criterio me fío, además, me la recomendaron encarecidamente. La vieron del tirón, prácticamente (Netflix suele colgar las series íntegras y, para más inri, siempre que terminas un capítulo te sale una ventana pequeña a la derecha en la que te avisa que reproducirá automáticamente el próximo en diez segundos, para poner a prueba tu autocontrol). Y les encantó. La sinopsis de la serie, además, me atrajo mucho: la historia de una joven que antes de suicidarse grabó unas cintas con las trece razones para acabar con su vida, que son trece personas de su entorno a las que envía esas grabaciones. Sólo tenía en contra que era la serie de moda, de la que todo el mundo hablaba, lo que, de forma totalmente irracional, me suele despertar automáticamente un cierto rechazo, como de alergia a las multitudes, de recelo de las modas. Pero, entre medias, mientras pensaba si verla o no, surgió la polémica sobre la serie, con personas reclamando que se prohibiera (boicot, la palabra mágica), porque invitaba a los jóvenes con problemas a suicidarse y presentaba el suicidio como una opción. La polémica inclinó definitivamente la balanza y me alegro mucho por ello.
No recuerdo cuándo fue la última vez que estuve tan enganchado a una serie. Generar esa intriga, resultar tan adictivo, a estas alturas, en las que se ha visto ya de todo en el cine o en las series, es un mérito nada desdeñable de Por trece razones. No decae el ritmo en toda la temporada, porque sabe manejar muy bien el misterio y dosificar la información, aunque en algún momento resulte algo tramposa, al jugar con un gancho que acaba siendo mucho menos impactante de lo que se puede presumir de partida. La historia que aborda la serie es durísima, una problemática seria y muy sensible. Por supuesto. Pero creo que no es necesario gastar tiempo recordando que una serie sobre terrorismo no está invitando a los espectadores a poner bombas, de igual modo que un asesinato en una pantalla no llama a ir por ahí matando a la gente ni una película de maltrato justifica la violencia. Es más, muchas veces sucede justo al contrario. Y es el caso de esta serie, que creo que sería un excelente material de trabajo contra el bullying en los centros escolares.
No se le puede pedir a una producción audiovisual, bajo ningún concepto, ser más que eso: una historia que esté bien contada. Punto. No se le puede exigir un compromiso o una sensibilidad determinada y, por supuesto, no se puede decidir que hay ciertos asuntos que son tabú y que no se deberían plasmar en pantalla. Una serie debe defenderse por sus méritos narrativos: si aborda una historia interesante y si la narra bien. Y en eso Por trece razones cumple con nota. Pero es que, además, quienes critican la serie y piden boicotearla, claramente, no lo han visto. No sólo es que la serie no incite al suicidio (si es que una producción puede hacer tal cosa), es que resulta muy didáctica, porque se acerca con un lenguaje que los adolescentes pueden entender (porque es el suyo) a una problemática muy actual y muy grave, la del acoso escolar, la de la minoría que maltrata y la mayoría que mira hacia otro lado y hasta respira aliviada por no ser centro de las burlas.
Es necesario que haya series como esta. Sabemos del suicidio de Hannah Baker (Katherine Langford), la protagonista de la serie, desde el principio. Cuando ella aparece en escena, en el pasado, hay un filtro especial, más luminoso, más colorido. Es una chica vitalista y alegre. Cuando empieza a relatar todo lo que le amargó la existencia, lo que le condujo a suicidarse al no ver salida, al no recibir ayuda de nadie, puede parecer que esas razones son menores. Pero, como dice en uno de los primeros capítulos, no somos conscientes de cuánto daño pueden hacer a las personas de nuestro entornos pequeños gestos que nosotros consideramos tonterías. Y este es otro de los grandes logros de la serie, que plasma que todos los actos tienen consecuencias. Nadie mató a Hannah Baker, pero lo hicieron un poco todos. Y, sobre todo, nadie supo (o quiso) detectar que estaba en una situación tan límite.
Los compañeros de instituto de la protagonista, los profesores, sus padres, todo el mundo a su alrededor, reaccionan a su muerte de un modo distinto. A todos les trastoca, pero no todos están dispuestos a asumir su parte de culpa, a reflexionar sobre qué hicieron (o no hicieron) para evitar este trágico desenlace. Clay Jensen (Dylan Minnette) recibe las cintas de Hannah. Él, enamorado de la joven, trabajaba con ella en unos cines. Es un chico retraído, nada popular, al que le gustan más la lectura y el cine que los deportes, inteligente, un poco bicho raro. Él es el conductor de la trama, que va ganando en complejidad a medida que escucha las cintas, mientras se pregunta también por qué él está en ellas, qué le hizo a Hannah, a la vez que nos lo preguntamos todos los espectadores, pues el personaje de Clay es todo ternura.
La serie refleja con mucho realismo la ley del silencio ante determinadas situaciones de abuso, la actitud no siempre adecuada de los responsables de los centros donde hay acoso, lo que cuesta siendo adolescente mantenerse fiel a uno mismo y no dejarse arrastrar por la marea de la popularidad, la incomprensión de unos padres que han perdido a su hija y quieren justicia, mientras no pueden evitar sentirse culpables por no haber podido acceder al infierno que la estaba devorando por dentro. No es una serie morbosa, aunque no ahorra escenas desagradables, porque retrata hechos desagradables con toda crudeza. Si alguna lectura se debe sacar de la serie, más allá de que es una producción excepcional, con un portentoso sentido del ritmo y muy bien narrada, es que el silencio y la indiferencia ante el sufrimiento de los demás genera consecuencias nefastas, daños irreparables. Lanza el mensaje nítido de que se debe combatir el acoso escolar con contundencia y seriedad, y que eso es una tarea de todos. "No lo hacemos bien, tenemos que querernos más y tratarnos mejor", dice Clay en un momento de la serie.
Por trece razones, en fin, no está exenta de defectos, por supuesto, pero son menores y no reducen la calidad de esta serie, que impacta, que genera debate, que se acerca a un tema que es necesario abordar y, además, del mejor modo que se puede hacer si se quiere llegar a los jóvenes y transmitir un mensaje potente. Además, la mayoría de los personajes tiene un viaje interior muy claro durante la serie, pocos la terminan donde la empezaron. Vemos la debilidad de los malotes de turno, el miedo del que se siente diferente, la protección efímera que aporta el autoengaño...
Es una serie extraordinaria que amenaza con tener segunda temporada, lo cual ya me entusiasma mucho menos, porque la estructura de esta obra (trece caras de cinta, trece razones, trece episodios) es muy clara y cuesta no pensar que la decisión de rodar una segunda temporada responde sólo a la necesidad de estirar el chicle para sacar partido del éxito de la serie. Y, sin duda, la veremos, claro, porque se coge cariño a los personajes (a unos más que a otros), pero los derroteros por los que avanzará la historia, según parece insinuar el último capítulo, la convertirían en otra cosa bien distinta a lo original, terminada ya la historia central de la serie, la que atrapa, la que la hace adictiva. En cualquier caso, Por trece razones es la serie que más me ha impactado en años y, como decía Woody Allen al principio de este artículo, toda esta crítica puede no ser más que una racionalización concebida para justificar una muy intensa reacción emocional. Eso es exactamente lo que se espera de las historias (en cine, un libro o en televisión), que despierten emociones, que te remuevan. Y esta serie lo consigue holgadamente.
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