"Viriato", en Mérida

Con un contundente y siempre necesario alegato contra todas las guerras echó el cierre este fin de semana el Festival de Teatro Clásico de Mérida. Acudimos un año más, con la misma emoción de siempre, con la alegría de quien ha convertido en tradición un sueño, al teatro romano de Mérida, cuyas piedras conservan la memoria de muchos siglos de historias. Dispuestos a vivir una noche de verano inolvidable con Viriato, de Florián Recio, que es cualquier cosa menos una obra laudatoria del mito de aquel pastor lusitano que se convirtió en caudillo y se enfrentó al Imperio Romano. No es el relato de la historia de un ser excepcional, sino el de una persona cansada de tanta guerra, de tanta sangre, de tanto dolor. Quien acudiera a la función esperando un relato casi heroico del pastor resistente que resistió frente a Roma, pactó con ella y terminó siendo traicionado por los suyos, no encontró lo que buscaba. Pero sí halló algo mucho más profundo, más intenso, más conmovedor. Con la historia de Viriato casi como excusa, la obra plantea la historia de todas las guerras, lo mucho que se parece el desgarro que provocan, al margen de banderas, patrias, religiones o épocas en las que ocurran. 



El principio de la obra es estremecedor. Bajo la luz de la luna, en la oscuridad impactante del teatro romano emeritense, tres músicos (piano y percusión) empiezan a poner banda sonora a la función, frente al escenario, con el tono perfecto para acompañar la función. Y, de pronto, un coro de los muertos de las guerras, de los refugiados, de las víctimas de tantas batallas sangrientas e inútiles, cargados de maderos, con los que irán cambiando la escenografía de la función a cada rato en una solución ingeniosa y muy original. Y, junto a ello, una mujer que es la conciencia y la memoria de todas las guerras, el grito desgarrado de quien pide que alguien detenga esta masacre, este baño de sangre, esta destrucción permanente. "Basta ya", grita cuando escucha discursos de Viriato y el consul Cepión a sus hombres, tan parecidos entre sí, enardecidos, apelando a dioses distintos, a patrias diferentes, pero llevando con la misma irresponsabilidad a la muerte a jóvenes con toda la vida por delante. 

Hay frases imponentes, de esas que resuenan cuando ya ha terminado la obra, y mucho tiempo más allá. "Todas las tierras que beben sangre de hijos son tierras malditas", por ejemplo. O "patria, religiones, guerra. Siempre encuentra justificación quien quiere cometer una masacre". El mensaje de esta obra es necesario en cualquier momento, pero ahora quizá más que nunca, viviendo como vivimos en un mundo de guerras, refugiados, terrorismo, fanatismo y muertes. Ese "río de sangre que camina", ese coro de los muertos de las guerras, de quienes dan vida por ideas y ambiciones de otros, de quienes luchan y mueren por batallas en nombre de patrias, dioses o banderas, aunque ninguna valga más que una vida humana; ese coro, digo, lanza un mensaje pacifista y nos obliga a reflexionar sobre esta sociedad, sobre lo inútil de la violencia. 

Son las mujeres las que claman contra el continuo baño de sangre. Nura (espléndida Paca Verlardiez), como memoria de todas las guerras, como voz de la conciencia, pero también Tóngina (Ana García), la mujer de Viriato, quien se casó con un caudillo consciente de que su vida estaría marcada por la violencia, pero que estalla, harta, porque que "los días de los hombres son breves pero las guerras son infinitas", dolida de que se ningunee a las mujeres, cuando "los que mueren en las guerras son siempre nuestros hijos". Se resiste Tóngina a que las mujeres sean sólo las madres de los jóvenes a los que otros mandan a morir a las guerras. No sabemos cómo habría sido la historia con mujeres en el poder, pero sí sabemos cómo ha sido con hombres al frente (toda la historia de la humanidad): una permanente sucesión de guerras. 

El gran acierto de la obra, y tiene muchos, es mostrar al hombre detrás del líder. No se nos presenta a un Viriato sediento de sangre, a un gran estratega incansable señalado por los dioses para plantar cara a Roma, sino al hombre fatigado que soñaba con formar una familia y vivir al fin en paz. No como el mito que después otros construyeron, para alentar nuevas contiendas, para derramar más sangre, sino como el hombre que sufre por tanta destrucción. Tiene un planteamiento similar a Alejandro Magno, obra que se representó el año pasado en el Festival de Mérida, donde también vimos al hombre de carne y hueso que está detrás del gran líder, al hombre que echa la vista atrás y no ve más que guerras y muertes. Tal es el agotamiento de Viriato que, justo antes de ser traicionado y asesinado por los suyos, que son instigados por los romanos ("Roma no paga a traidores"), el caudillo parece desear que eso ocurra, que alguien termine con esta pesadilla, con este callejón sin salida. 

Termina la función, a cargo de la compañía extremeña Verbo Producciones, pero siguen resonando los ecos de este alegato contra todas las guerras, de esta función excepcional con la que concluye el sueño de una noche de verano, el Festival de Teatro Clásico de Mérida, que dura ya 63 años. Y salimos del teatro romano pensando en aquel poema de Miguel Hernández: "tristes guerras, /si no es amor la empresa. /Tristes. Tristes. /Tristes armas si no son las palabras. /Tristes. Tristes. /Tristres hombres si no mueren de amores. /Tristes. Tristes. 

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