Salí de la exposición De Montmartre a Montparnasse, artistas catalanes en París. 1889-1914, en el Museo Picasso de Barcelona con ganas de saber más sobre la presencia de artistas españoles en París a finales del siglo XIX, cuando la capital francesa empezó a configurarse como la capital mundial del arte y la bohemia, que atraía a artistas de todo el mundo hacia la ciudad de la luz. Adoro aquella ciudad y me fascina ese periodo histórico. Gracias a un regalo maravilloso, he podido seguir leyendo sobre ello en La bohemia española en París a fines del siglo pasado, de Isidoro López Lapuya. El siglo pasado al que se refiere el título, claro, es el siglo XIX. El libro se publicó en 1927, fue reeditado en 2001 y hoy es prácticamente imposible de encontrar.
El libro, que me ha recordado al fantástico Escritores españoles en París, de José Esteban, es fantástico. Lapuya, que fue un abogado, publicista y periodista español, narra sus vivencias en la ciudad francesa desde el momento en el que llegó, en una época en la que “se ignoraban los pasaportes, los papeles de identidad y todas esas gelaciones hoy al uso”. El autor cuenta su propia experiencia en la ciudad y retrata a los escritores, políticos, artistas y bohemios españoles en la capital francesa, que por entonces despertaba una irresistible atracción. Así lo explica el autor cuando habla de lo que llevó a Ricardo Fuente a París: “vino porque entonces no había español culto que no deseara una visita a esta capital atrayente: vivir aquí, a ser posible; saturarse de este ambiente espiritual; fortalecerse con la asimilación de estas actividades: tal era el deseo universal, entre escritores, entre artistas, hace medio siglo. Y lo era desde un siglo antes”.
Las descripciones de la bohemia española en París a finales del siglo XIX son, en buena medida, cariñosas, con un punto nostálgico, aunque no falta algo de mala leche, a veces. Quizá porque, como escribe el autor, “no hay como conocer en persona a los grandes hombres para que su elevado pedestal se achique”. Hay retratos y juicios verdaderamente afilados. De Niceto Dapousa, por ejemplo, dice que “pintaba de la manera que podía, no creo que llegara a pintar nunca de la manera que sabía”.
El autor muestra una enorme aversión a la política. Se autoimpone no hablar de ello, aunque a veces se le escapa y no puede evitarlo. Sobre todo, cuando se habla del republicanismo español exiliado entonces en la ciudad francesa. Cuando describe una comida, dice: “nada de política, mariposeo de frases, cosas gratas en las que todos pudieran encontrarse de acuerdo”.
Es interminable la lista de artistas a los que cita el libro. De hecho, son varias las páginas del índice de nombres que se encuentra al final de sus páginas. Desde Ernesto Bark, que fue quien recibió al autor a su llegada a País y que definía a los periodistas y escritores bohemios como “nosotros, los pobres trabajadores de la idea”, hasta Manuel Ruiz Zorrilla, pasando por el doctor Esquerdo, Pi i Margall, Elías Zerolo y muchos otros. Aparece en el libro también Miquel Blay, escultura al que admiro, del que se cuenta que llegó a París pensionado por la Diputación catalana. Poco se dice de él en la obra. más que empezó siendo muy modesto y terminó adquiriendo altivez, aunque le reconoce su talento y dice que “se había distinguido haciendo santos en un tallercito provinciano y, de desde seudomisticismo, pasó rápidamente a las brusquedades de Rodin”.
Pueyo también resalta el papel central de la librería y la editorial Garnier, que dio trabajo a decenas de escritores españoles y latinoamericanos para preparar el Diccionario Enciclopédico para los países iberoamericanos. Uno de los pasajes más divertidos del libro es el que se refiere a los disparates en la traducción del francés. Tampoco está nada mal el episodio rocambolesco de la puesta en marcha de una plaza de toros en Madrid promovida por españoles, que fue un auténtico fracaso. No falta un poco de salseo y crónica social, por ejemplo, con la historia de Elena Sanz, soprano que tuvo dos hijos con Alfonso XII.
El autor cuenta que había artistas que representaban españoladas en París, porque es lo que se esperaba de ellos y lo que les daba dinero. Cita los versos de Lope de Vega:
El vulgo es necio y pues lo paga es justo
hablarle en necio para darle gusto.
Termino con dos personajes de tantos que se nombran en este libro. Ahora que tanto hablamos de libertad de expresión, es interesante la historia de Domingo Corbató, que fue sacerdote perseguido y expulsado de España por “no sé qué delito, cometido por medio de la prensa. Hubiera cometido algún crimen y no le hubiesen perseguido más”. El hombre vivía como podía, igual que Luis Bonafoux, al que el autor del libro califica como “el temido”. De él dice que “no era cómodo a título de amigo y en el concepto de adversario imponía pavura”. Escribió que, en cuanto veía venir a un español se subía a un árbol, y llamaba a Madrid “cacápolis”. El libro de Lapuya, en fin, permite viaje al París de finales del siglo XIX y sentir el deslumbramiento de la ciudad francesa que a tantos bohemios atrajo, aunque vivieran con lo justo. Porque, a la manera de Hemingway, aquellos años fueron en París muy pobres y muy felices.
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