Los novios de Federico


Cuenta Pablo-Ignacio De Dalmases en Los novios de Federico. Gozos y quebrantos sentimentales de Federico García Lorca, editado por Cántico en su colección Culpables, que pasó casi medio siglo desde la muerte del poeta hasta que se habló abiertamente de su homosexualidad. Ya sólo por eso, vale la pena este libro. Claro que Lorca es Lorca por la imponente calidad de sus obras teatrales y sus poemas, por su extraordinario compromiso con la promoción de la cultura en la clase popular y por ser un símbolo de la libertad y de lo mejor de nuestro país. Y todo eso es independiente de su orientación sexual. Pero su orientación sexual, como la de cualquier persona, es también un aspecto relevante en su vida. Silenciarlo o pretender minimizarlo, como si fuera algo vergonzoso, es indigno y bien está que se cuente la vida de Lorca, el admirable y eterno Lorca, también teniendo en cuenta que amó a otros hombres y que ese amor no normativo se filtró también en su obra. 

El libro hace un recorrido por la vida del autor de Bodas de sangre, de Poeta en Nueva York y de tantas obras inmortales, prestando atención a este aspecto que tanto ha costado abordar a según qué personas durante demasiado tiempo. Queda claro que la homosexualidad del poeta y dramaturgo fue un tema tabú para dos de sus hermanos, Francisco e Isabel, responsables de gestionar su legado, hasta el punto de que pusieron trabas a los investigadores y biógrafos de Lorca que quisieron abordar esta parte de su vida. 

Una de las primera veces que se escribe, pero sin mencionarlo expresamente, de la homosexualidad de Lorca es en las memorias de José Moreno Villa, compañero de Lorca en la Residencia de Estudiantes, que contó en 1944 que algunos residentes “olfateaban su defecto y se alejaban de él”. Todo hace indicar que ese “defecto” del que habla es su orientación sexual no normativa. De ese periodo en el que Lorca estuvo en la Residencia de Estudiantes, el libro se centra en la relación del poeta granadino con Salvador Dalí, en cierta forma, mucho más que una amistad, y con Luis Buñuel, muy homófobo y despreciativo. Las páginas dedicadas a la relación entre Lorca y Dalí son especialmente interesantes. No se va más allá de lo que se puede demostrar, pero el propio Dalí contó que Lorca sintió una fuerte atracción sexual por él. No faltan quienes sostienen que fue recíproco. En cualquier caso, es evidente que ambos influyeron en el otro. 

Para muchos biógrafos de Lorca, su gran amor fue el escultor Emilio Aladrén. De hecho, su viaje a Nueva York tiene como principal fin olvidarlo. Fue un viaje pagado por el padre del poeta, que vio que sufría pero desconocía el motivo y pensó que un cambio de aires le vendría bien. Conocer Nueva York y entrar en contacto con las minorías de allí cambió a Lorca y le ayudó a ser más abierto y despreocupado en lo relativo a su sexualidad. Allí es posible que se encontrara con el escritor Hart Crane, también homosexual, acudió a fiestas, quedó fascinado por los hombres negros y leyó a Walt Whitman. También se cuenta el romance que vivió con el poeta y traductor Philip Cummings, a quien conoció en Madrid, y con quien pasó una semana en Vermont. También fue clave en su vida el viaje a Cuba, donde podría haber terminado de escribir El público, su obra teatral más claramente alusiva a la homosexualidad, que el propio Lorca entendía irrespresentable por ser demasiado avanzada a su tiempo. 

Puede que la figura más interesante del libro, Lorca aparte, claro, sea la del diplomático chileno Carlos Morla Lynch, amigo y confidente de Lorca, casado y con hijos, pero que en sus diarios muestra admiración por la belleza masculina. Fue, desde luego, alguien de mente abierta, un amante de la cultura y las tertulias, del intercambio de ideas. En su diario el 18 de julio de 1936 escribe que se dispone a irse de vacaciones “salimos temprano rumbo a Alicante en viaje de veraneo a Ibiza. Hemos preguntado anoche por Federico. Había marchado a Granada”. Estremece leerlo, como estremece siempre en cualquier libro sobre Lorca acercarse a agosto del 36, el momento de su vil asesinato. El 1 de septiembre, ya en Madrid, en la Plaza Mayor, se entera del asesinato de su amigo cuando unos vendedores de periódicos gritan al viento la noticia.

Lorca inventó los términos epentismo y epente para referirse a la homosexualidad sin mencionarla expresamente. En la obra se cuenta también la relación por correspondencia que mantuvo con el granadino Eduardo Rodríguez Valdivieso, que trabajaba en un banco pero también escribía poesía y ejercía ocasionalmente de actor, y, por supuesto, también su relación con Rafael Rodríguez Rapún, estudiante de ingeniería y compañero de Lorca en La Barraca. Uno de los amores más importantes en su vida. “Tres erres”, lo llamaba Lorca con cariño. Era heterosexual, pero mantuvo una relación con el poeta. Por cierto, se cuenta en el libro que no faltaban los que llamaban a la compañía “la Sodoma sobre ruedas”. Cuando ganaron las derechas en 1933 de redujo drásticamente la subvención a la iniciativa. El odio y la sinrazón, la grisura contra el arcoíris. 

Parece claro que el último amante de Lorca fue el actor Juan Ramírez, entonces menor de edad. Se cuenta que el poeta pudo ir a México con Margarita Xirgú poco antes del golpe de Estado y que planteó marcharse a ese país precisamente con Ramírez, pero que su minoría de edad impidió ese viaje que podría haberle salvado la vida. El libro, lógicamente, aborda también el asesinato de Lorca. El autor no cree que su homosexualidad fuera la causa principal, aunque desde luego no ayudó. Recuerda que Juan Luis Trescastro alardeó de haber asesinado a Lorca “por maricón”. Da en el clavo Lluis Pasqual cuando afirma que “Federico representaba todo lo que ellos odiaban: poeta, artista popular, pensador brillante, maricón… les molestaba por todos los flancos”. Por su parte, Luis Rosales sostuvo siempre que lo mató la envidia.

En la parte final de la obra se cuenta el devenir de sus amantes; prácticamente todos, en el bando franquista. Aladrén, por ejemplo, se convirtió en escultor del régimen e hizo bustos de prohombres franquistas antes de morir joven en los años 40. Sólo Rodríguez Rapún se mantuvo  fue fiel a sus ideas y combatió en la guerra en el bando republicano, incluso hay quien dice que para dejarse matar tras conocer el asesinato de Lorca. Juan Ramírez por su parte, se alistó en División Azul, aunque Siempre recordó con cariño a Lorca y pidió a sus familiares, ya mayor, que lo hicieran público.  Se cuenta también la publicación de los Sonetos del amor oscuro en 1984 en ABC y cómo Ramírez, que había sido crítico de arquitectura en ABC, entró al despacho de Luis María Ansón, entonces director, para decirle que él fue el último amor de Lorca, al menos, según la versión de Ansón de aquella conversación. 

El libro, en fin, acierta al abordar un aspecto de la vida de Lorca que no es el central de su vida, pero como con cualquier otra persona, sí es relevante. En especial en una época de represión y desprecio a lo no normativo. La preciosa imagen de la cubierta del libro, por cierto, está creada por Raúl Alonso asistido con Inteligencia Artificial e intervenida por Dani Vera, lo que abre un debate que ya está aquí en la industria editorial y que genera contradicciones. 

Los novios de Federico deja claro que Lorca, apasionado y arrebatado como bien se aprecia en sus obras, fue un gran seductor, alguien de quien dijo Neruda que “la felicidad era su piel”, a lo que se podría añadir lo que contó Dulce María Loynaz, a quien el poeta trató en Cuba: “yo creo que para él era pecado estar triste. 

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