Que la adaptación de una novela de 1836 fuera la gran triunfadora de los Premios César de 2021 habla muy bien de lo atemporal y universal de aquella obra y también de la ambición y el buen hacer de los responsables de la película. También dice mucho de lo poco que en realidad hemos cambiado las personas con el paso de los siglos. Hablo de Las ilusiones perdidas, la adaptación cinematográfica de la novela de Honoré de Balzac dirigida por Xavier Giannoli, que ganó siete César, los mayores galardones del cine francés. Es una película extraordinaria.
En una de las escenas del filme, su protagonista se ve forzado a escribir una mala crítica de una novela que en realidad le ha encantado. Su mentor en el periódico para el que escribe le dice que eso es indiferente, que todo es cuestión de perspectiva, como en aquel chiste en el que dos críticos ven a Cristo caminar sobre las aguas y uno de ellos dice: "míralo, ni siquiera sabe nadar". Así que, continúa, siempre puede criticar la extensión de la novela, porque eso siempre le duele a un autor. Pues ni eso le puedo criticar a esta gran película, que dura cerca de dos horas y media, sí, pero que no pierde en ningún momento su pulso narrativo ni su calidad en cada detalle, desde las interpretaciones hasta la banda sonora, pasando por el vestuario y la recreación de aquel tiempo.
En aquella novela, publicada por partes, como era habitual en la época, Balzac se servía del personaje de Lucien, un joven poeta de provincias que viaja a París en busca de la gloria, para posar una mirada muy crítica a la sociedad parisina de la época. El tono satírico y profundo, unido al contraste entre la inocencia inicial del protagonista y su posterior ambición de gloria a cualquier precio, hace de aquel libro un clásico, es decir, una obra que nos sigue hablando hoy en día, que sigue apelando a nuestra sociedad. Es mérito enorme de Balzac, claro, y lo es también de los responsables de esta adaptación, que sin retorcer la historia original consiguen hacer también un retrato de nuestros días, de la propia condición humana.
La crítica, desde luego, es despiadada, sobre todo, en lo que concierne a las intrigas palaciegas y las conspiraciones de la alta sociedad. También en lo relativo al funcionamiento del mundo editorial y de la prensa, o una parte de la prensa, la de las gacetas que inventaron mucho antes de la llegada de Twitter las fake news y los bulos muy lucrativos para quien los difunde. La película se sirve de la voz en off para ir contando el avance de la historia. Es un recurso que me suele chirriar en el cine, pero que aquí funciona a la perfección y leva la película, y que además adquiere todo el sentido al final, cuando descubrimos quién nos está contando la historia.
A través de esa voz en off y de la mirada de Lucien (magnífico Benjamin Voisin, a quien vimos en Verano del 85), al principio inocente y sorprendida, después ambiciosa y cegada por las ansias de gloria y de influencia, nos adentramos en la sociedad francesa del siglo XIX. El personaje se codea con aristócratas estirados, presas del qué dirán y de las apariencias, de quienes en un momento del filme se dice que en el teatro del mundo son los peores los que tienen mejor asiento. Lucien, que escribe poesía y quiere crear algo bello, termina trabajando en un periódico que se vende al mejor postor, de tal forma que puede escribir bien o mal de un libro o una función teatral según le paguen para una cosa o la contraria ("para hacer una crítica de un libro es mucho mejor no leerlo, podría influirnos").
“Imaginaba la ciudad como una diosa pagana con los brazos abiertos al talento. Pero, ¿qué sabía él de París?”, escuchamos casi al comienzo de la película. "Si ibas a fracasar, era mejor fracasar en París”, se dice poco después. A Lucien le cuentan que han instalado unas redes en el Sena, a las fueras de la capital, para recoger los cuerpos de los pobres infelices que acudían a París en busca de la gloria. Conoce el hambre y la necesidad hasta que, a costa de aparcar sus ambiciones literarias, comienza a trabajar en esa gacetilla infecta donde le introduce un compañero cínico. "¿Tú eres monárquico o liberal?", le pregunta Lucien a su compañero. "Los accionistas del periódico son liberales, así que soy el más liberal", le responde.
Claro que la película se centra en un periodo histórico muy lejano y por supuesto que, inevitablemente, se proyecta en esa historia situaciones y realidades del presente, pero los paralelismos son indudables. Hoy tenemos las redes sociales para difundir los bulos por todas partes, entonces eran palomas mensajeras. En la película aparecen personas que se dicen periodistas pero que sólo buscan su beneficio económico, que prefieren publicar bulos o rumores, porque si al final hay que publicar un desmentido, entonces tendrá otra noticia más que dar. Son gacetilleros que se acercan al sol que más caliente, que saben que las polémicas venden. También vemos a editores que sólo publican libros de autores famosos o con amantes o enemigos poderosos, o dueños de teatro que se abonaban a todos los periódicos e invitaban a los periodistas a los estrenos, para intentar asegurarse buenas críticas, y empresarios que regaban con publicidad los incipientes periódicos. Hasta se pagaba a gente que acudía al teatro para aplaudir o abuchear, según interesara. "Aquí se paga por todo, eso es el progreso".
Además de sus múltiples virtudes, la película también es un compendio de frases memorables, de esas que se subrayan al leerlas en un libro, como "la modestia es una virtud peculiar; si creemos tenerla, desaparece" o "el liberalismo económico será dejar en libertad a un zorro en un gallinero libre". O la frase con la que concluye la obra: "dejaría de tener esperanzas y comenzaría a vivir". La película, en fin, es muy recomendable y además anima a leer a Balzac con urgencia. Dos por uno. Una delicia.
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