Los europeos

 

Los europeos, el ensayo de Orlando Figes, editado por Taurus con traducción de María Serrano, comienza contando la historia de la primera locomotora de vapor que unió París con Bruselas el 13 de junio de 1846. No podría empezar de otra forma este deslumbrante libro, porque el tren y sus efectos en la construcción de la cultura europea son su auténtico hilo conductor. El autor vincula directamente el desarrollo del tren con el inicio de una expansión cultural por toda Europa y del establecimiento del canon cultural europeo que ha llegado hasta nuestros días. Gracias al tren, las personas, las mercancías, las modas y las noticias empezaron a circular más rápido por el continente, lo que propició los intercambios culturales. Europa empezó a leer los mismos libros y escuchar la misma música. 

El libro abruma por su ingente cantidad de información y a ratos puede resultar algo denso, pero es apasionante por todo lo que cuenta y por sus protagonistas. El ensayo lleva por subtítulo Tres vidas y el nacimiento de la cultura cosmopolita, ya que relata la deslumbrante historia del nacimiento de la cultura cosmopolita europea a través del triángulo amoroso entre el escritor ruso Iván Turguénev, la cantante de ópera de origen español Pauline Viardot y el hispanista francés y experto en arte Louis Viardot, que era su marido. Unos personajes realmente fascinantes que trataron a todos los grandes artistas e intelectuales de la época y cuya historia contiene, en gran medida, la historia del siglo XIX europeo. 

Los tres viajaron mucho por Europa. El tren abarató los costes de transporte, lo que lo transformó todo. Por ejemplo, se dispararon las ventas de libros. El mercado de los libros franceses llegó a suponer un tercio de las exportaciones que salían de Europa. Gracias al tren también podían llegar los libros a los pueblos pequeños y las zonas rurales. Entre 1850 y 1870, el número de librerías existentes en Francia se duplicó con creces. Muchas de ellas, situadas al lado de las estaciones ferroviarias. Los propios viajeros de tren eran lectores, porque el viaje en tren era menos accidentado que los trayectos en coche de caballos y así podían leer. Además, evitaban la vergüenza del contexto visual constante con la persona sentada enfrente. El formato del cuento estaba pensado para estos viajes. 

Según cuenta el autor, Bruselas, que era una ciudad brabanzona de lengua flamenca, se vio transformada en una ciudad europea cosmopolita gracias a las conexiones ferroviarias con Francia y Alemania. Hoy es sede de las principales instituciones de la UE. El ferrocarril también llevó a los teatros un nuevo público de provincias. Esto también provocó un gran éxito de las óperas y las partituras. En paralelo, hubo un gran auge de las traducciones de novelas extranjeras (en España, a mediados de siglo, las traducciones del francés representaban casi la mitad de los libros publicados en el país) y de los estudios estudios fotográficos. La fotografía influyó en la forma de escribir novelas. Flaubert dijo que su objetivo era “hacer ver las cosas” en sus novelas y se negó a que incluyeran ilustraciones. 

El nacimiento de una cultura europea provocó también no pocos recelos. Por ejemplo, entre quienes criticaban la música comercial. Clara y Robert Schumann hicieron una furibunda campaña contra ella, porque consideraban  que buscaba contentar al público burgués. Para ellos, la música seria era la de Mozart, Haydn, Beethoven o Chopin. De hecho, fue en las décadas centrales del siglo XIX cuando se desarrolló el concepto de música clásica para diferenciarla de la música comercial o popular. También en aquella época se empezó a imponer el silencio en los teatros, en contra de las costumbres hasta entonces, sobre todo, en Italia, donde el público hablaba y se movía durante las representaciones. 

Entre las muchas historias fascinantes del libro está el exitoso estreno de la ópera Le prophète, de Meyerbeer, con Pauline Viardot como artista principal el 16 de abril de 1849. Arrasó en taquilla, pero recibió críticas desiguales y no pocas le echaron en cara buscar de forma descarada atraer al gusto vulgar. Delacroix dijo que era “la degradación misma del arte” y Wagner, que salió de verla “lleno de ira y desesperación”.  Esto último también le atacó con comentarios antisemitas.

Otro tema de plena actualidad que nació en aquellos tiempos es el del turismo, en el que fueron pioneros los británicos. Por eso, las grandes ciudades europeas están llenas de hoteles que tienen como nombre Inglaterra o Londres. Desde el principio, el gran aliciente de los viajes fue la cultura, y no es casualidad que el desarrollo del negocio del turismo se llevara a cabo al mismo tiempo que la creación de las colecciones nacionales en todo el continente. También se generalizaron las casas museo y las rutas de escritores. Las guías turísticas de John Murray fueron un punto de inflexión. La primera apareció en 1836 y eran seguidas como la Biblia de los viajeros británicos, que acudían a ver lo que las guías recomendaban. 

Nos pensamos que el debate sobre el turismo nació ayer. Ja. Heine escribió que uno no podía moverse por Italia sin encontrar turistas ingleses “pululando por todas partes; no hay un limonero sin una dama inglesa que esté aspirando su perfume en las cercanías, ni una pinacoteca sin al menos sesenta ingleses, todos ellos con su guía en la mano, comprobando que todo está donde debería estar”. El novelista británico Charles Lever, que vivía en Italia, no se quedó atrás: “ya me he encontrado con tres rebaños y nunca había visto nada tan grosero. (…) No es solo que Inglaterra nos inunde con todo aquello que es de baja educación, vulgar y ridículo, sino que estas personas, desde el momento en que se ponen en camino, consideran a todos los países extranjeros y a sus habitantes como algo sobre lo que tienen derechos adquiridos”. Entonces nació la supuesta distinción entre viajeros y turistas, en paralelo con el auge de los libros de viajes y las guías de museos de arte europeos. Mark Twain afirmó que “viajar es fatal para los prejuicios, la intolerancia y la estrechez de miras”, una idea que se convirtió en lugar común en la literatura del siglo XIX.

Por las páginas del libro desfilan grandes personajes como  George Sand, Chopin, Dickens, Victor Hugo, Wagner, Dumas, Balzac, Flaubert, Dostoievski, Monet, Schumann, Berlioz… Con todos ellos tuvieron tratos los tres protagonistas de este libro, que vivieron en París, considerada entonces capital de Europa, y en la ciudad balneario alemana Baden-Baden, que se consideraba la capital europea de invierno, por su atracción de los intelectuales de toda Europa. El libro recorre también acontecimientos políticos, como la revolución de 1848 en París, que provocó la abdicación de Luis Felipe y desencadenó una oleada de insurrecciones en toda Europa, o la guerra franco-prusiana, que supuso el principio del fin de la cultura cosmopolita europea y auge de los nacionalismos. 

Eran tiempos fascinantes de celebración del ingenio y la cultura. Tiempos de Exposiciones Universales como la de 1867 en París, ya con las obras de Haussmann concluidas, cuyo plan sirvió de modelo para otros proyectos de renovación en ciudades como Viena, con su Ringstrasse, o Barcelona, con el Plan Cerdà, o la de 1878, también en la capital francesa, que recibió a 13 millones de visitantes, de los que medio millón eran extranjeros. Entre otros inventos, en ella se pudieron ver por primera vez el teléfono de Graham Bell y el fonógrafo de Thomas Edison, el primer mecanismo capaz de grabar y reproducir sonido. 

En aquella época, la cultura empezó a ocupar el lugar central que hoy ostenta en Europa. Por ejemplo, sólo a partir de la década de 1860 comenzaron los estados a dar más importancia a la conmemoración de los mitos nacionales de la cultura. Llegan entonces las estatuas de escritores o las calles que llevan sus nombres. El gran funeral de estado de Victor Hugo, que fue enterrado en el Panteón, supuso un hito, por lo multitudinario y porque precisamente con él el Estado francés volvió a hacerse cargo del edificio y volvió a darle ese uso de acoger los restos mortales de grandes héroes de la patria, muchos de ellos del mundo de la cultura, después de varias idas y venidas entre la Iglesia y el Estado. 

El fascinante ensayo de Figes, en fin, permite saber más de un periodo histórico decisivo para la construcción de la cultura cosmopolita europea y el establecimiento de un canon cultural que sigue vigente hoy en día. Un libro especialmente pertinente ahora que Europa no pasa por su mejor momento en la esfera internacional, que permite celebrar gran parte de lo que hace único a este rincón del mundo. Burke escribió que “ningún europeo puede ser enteramente un exiliado en ninguna parte de Europa” y eso es, en gran medida, gracias a esa cultura europea admirada en todo el mundo y cuyas bases se asentaron en el siglo XIX, como de forma apasionante relata Los europeos. 

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