Afanador, el último espectáculo del Ballet Nacional de España que dirige Rubén Olmo, es un delirio hipnótico, una prodigiosa locura, una febril explosión de creatividad y talento. La obra, inspirada en el trabajo del fotógrafo Ruven Afanador y que cuenta con la dirección artística de Marcos Morau, no es una producción más. Por su madurez, su atrevimiento y la versatilidad asombrosa que muestra la compañía, es un punto de inflexión, un hito indudable para el Ballet Nacional de España, que da cuenta de su excepcional estado de forma.
Anafador, que se representa en el Teatro de la Zarzuela de Madrid hasta el 20 de julio, recibió cinco premios Max, varios de ellos, de categorías en las que rara vez triunfa un espectáculo de danza. Por supuesto, los premios no tienen por qué significar nada cuando hablamos de arte, pero es bonito pensar en estos galardones como un reconocimiento de la profesión de las artes escénicas a la danza y, en concreto, a la valentía y la experimentación, a la osadía de producciones como ésta, que es, sin duda, de las que más me han impactado en los años que llevo viendo tanta danza como puedo.
Es un espectáculo apabullante, que conmueve y emociona sin necesidad de tener trama alguna. A través de la música, del talento de los bailarines y de una impresionante escenografía en constante transformación, la obra fluye, apelando a las emociones de un modo directo, sin mediar razones ni argumentos. Conecta de un modo puro, ancestral. Es algo que la danza brinda con frecuencia y con especial maestría, y que aquí borda el Ballet Nacional de España. Hay referencias al costumbrismo, como la tauromaquia o la Semana Santa, por supuesto también al flamenco, pero siempre desde la abstracción, con resonancias oníricas, surrealistas, a ratos con ecos de ritual.
Viendo esta obra recordé la emoción difícil de describir que sentí la primera vez que vi un espectáculo de danza en mi vida. Seguí ayer Afanador con el mismo asombro, boquiabierto, hipnotizado por lo que sucedía en el escenario. Hay dos citas literarias que recuerdo cuando alguna creación cultural me despierta emociones así de intensas, y cuando además son obras sin argumento, sin trama. Una de ellas es de Eloy Tizón en Plegaria para pirómanos, cuando en uno de sus relatos leemos que “está bien que las cosas tengan sentido, pero si no lo tienen resulta mejor aún”. La otra cita es de La parcela, un precioso libro de Alejandro Simón Partal, en el que, en uno de sus pasajes, escribe esta maravilla: “Dedicamos gran parte del tiempo a leer poemas en las lenguas que podíamos y a hablar del amor, esas cosas que se entienden mejor cuando no se comprenden del todo”. Todo eso sentí ayer con Anafador, que hay cosas que se entienden mejor cuando no se comprenden del todo y que, a veces, cuando las cosas no tienen sentido aparente resultan mucho mejor.
Es habitual en los espectáculos de danza que, al final de un pasaje o de un paso de baile que haya gustado especialmente al público, se aplauda. Ayer hubo un aplauso al principio, poco después del comienzo, pero enseguida entendimos que no sería posible aplaudir ya más durante la función, hasta la exposición de júbilo desatado del final, cuando bajó el telón. Impedían esas interrupciones con palmas el ritmo trepidante que impone la obra de inicio a fin y el estado de suspensión de la realidad, como de sortilegio, en el que introduce al público esa sucesión sin fin de escenas, con distintos ritmos, con una originalidad y una fuerza descomunales.
Sobresale la escenografía de la obra, cuyo diseño es responsabilidad de Max Glaenzel, y también el vestuario en tonos negros diseñado por Silvia Delagneu, además, por supuesto, del componente musical del espectáculo, con la composición musical de Juan Cristóbal Saavedra, la colaboración especial de María Arnal (cuya voz resuena en el teatro en uno de los momentos más emocionantes de la obra) y también, entre otros muchos, con Enrique Bermúdez y Jonathan Bermúdez, responsables de la música de minera y seguiriya.
Una de mis debilidades en el teatro es la iluminación, y en esta obra los juegos de luces y sombras son una delicia y ofrecen momentos de mucha belleza, con focos fotográficos y linternas, con pasajes hermosos en los que las sombras de los bailarines y sus movimientos atraen todas las miradas. El diseño de iluminación es de Bernat Jansà. Hay un instante de la obra en el que el audiovisual toma el control y aporta un extra de belleza. Al frente del audiovisual está Marc Salicrú.
De Afanador, en fin, me ha cautivado todo, sobre todo esa sensación de irrealidad, de conexión muy directa con las emociones, de concentrado abstracto de la esencia de lo narrado, sin trama, pero no por ello sin poder arrollador. Es una obra que ningún purista esperaría del Ballet Nacional de España, y también por eso es muy valiosa, porque no hay mejor forma de cuidar e impulsar la danza en España que ser así de atrevidos y originales. Al salir del Teatro de la Zarzuela, aún envueltos por la atmósfera mágica del espectáculo, cuesta volver a la realidad, y lo que resulta extraño a los ojos del espectador es lo que ve en la calle, esa gente andando, esos coches, esos edificios. Porque Afanador te deja noqueado, porque dura esa sensación de irrealidad, que da paso a la gratitud y a la certeza de que ha sido una inmensa suerte disfrutar de un espectáculo así.
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